Sus familiares dicen que fue amamantado por una cabra cuando estaba tiernito y que por eso ha llegado a la edad de 111 años. Lucio Cruz Estrada nació a orillas de la Laguna de Los Micos en el municipio de Tela y aunque él no precisa la fecha, una de sus hijas asegura que “le rascó un año al siglo antepasado”.
Don Lucio salió de su comunidad natal con un perdigón de escopeta en la rabadilla que le asestó un malvado mientras pescaba en la laguna. Actualmente vive en la comunidad de Milla Cuatro, Omoa, Cortés, dándole los últimos azadonazos a sus cultivos de camote a escondidas de sus hijos, que ya no quieren que trabaje.
Al final de un escarpado camino que parte de la carretera pavimentada se encuentra la champa de tierra donde don Lucio vive recordando a veces los años cuando conquistaba a las muchachas con la música de su violín o de su acordeón.
“Cuando uno toca ellas llegan a picar como las machacas, (peces) pero todo eso se me olvidó, ahora tengo duros los dedos”, dice.
A las muchachas también les cantaba o “las iba a vigiar al pozo cuando iban a traer agua”. Aunque ya perdió también su voz de trovador, accedió a darnos una demostración de cómo lo hacía: “Paloma de dónde vienes/ vengo de San Juan del Río/ abrígame con tus alas / que yo me muero de frío”, canta con voz temblorosa.
Recordó que cuando había bailes en la aldea él ejecutaba el acordeón y a veces la marimba, convirtiéndose en el centro de atracción de las damitas.
“Aquellos tiempos eran distintos. A las mujeres no se le miraban ni los tobillos porque sus vestidos eran tan largos que barrían el piso”.
Cuenta don Lucio que él usó calzoncillos a los tobillos y pantalones de tirantes.
“Eran tiempos del ‘Buenos días le dé Dios’, lo que más recuerdo son las pescozadas que le daban a uno con sólo que le chupara los diente a los tatas. Se acabaron aquellas cruces de palo que nos ponían en el cuello para alejar los malos espíritus, ahora más bien nos dicen que nos vamos a ahorcar si nos ven con una reliquia en el pescuezo”, lamenta el longevo.
Ladrón de corazones
Sentado al borde de una de las dos camas plegables, vencidas por el uso, que dominan la única habitación de la vivienda, el anciano refirió que la primera muchacha que se robó se llamaba María.
“Ella tenía 15 años cuando me la eché al hombro y la saqué por una ventana, pero después sus familiares me la fueron a quitar y me quedé solo, soñando con ella”.
Agregó sonriendo que hasta su violín se lamentaba con un sonido agudo diciendo: “Se fue Mariiíta”, cuando lo tocaba para olvidarla.
Sin embargo, para él “la muchachita de su vida” fue Concepción Henríquez, a quien se robó también cuando estaba en la flor de su juventud, pero que desposó hasta hace nueve años, cuando él rebasaba el siglo, en una ceremonia que fue cubierta por Diario La Prensa.
Con ella procreó seis hijos que le han dado “un montón de nietos y bisnietos”.
Dos años después de aquel sonado casamiento ella falleció, dejándolo sumido en la más triste soledad, pero poco a poco fue recuperando su deseo de seguir viviendo.
Su hija Olivia, que vive cerca, está pendiente de que no le falte su comidita, su café, su tabaco y su traguito de guifiti, sin los cuales no puede vivir. Además, lo acompaña José, el mayor de sus vástagos, quien como él enarbola en sus cabellos el blanco de la paz que parecen pedir los años.
Lo habían desahuciado
Don Lucio recordó que poco antes de casarse estuvo internado 22 días en el hospital de Puerto Cortés a causa de una rara enfermedad en el estómago que puso en jaque a los médicos.
Cuando el personal del centro de asistencia vio que no podía curarlo lo despachó a su casa, no sin antes advertir a los familiares que “este señor, por su edad ya no va a aguantar mucho tiempo”.
Fallaron los hombres de blanco porque el paciente fue recuperándose paulatinamente en casa, con cogollos de guayaba y atole de yuca con limón, hasta que recobró su característico buen humor.
“He padecido barbaridades, no sé por qué Dios me tiene vivo todavía, será porque he sido bueno”, dice don Lucio, mientras se lleva un pedazo de tabaco a la boca.
“Sólo tengo un diente como la Guángara, (La Sucia) pero bien que me sirve para masticar, solamente caña no puedo romper”, explica al notar que estamos observando cómo tritura aquel pedazo de puro y después lanza un escupitajo en el piso de tierra.
Su hija Olivia, quien también lo observa, comenta que al viejo no pueden faltarle el tabaco, el café ni el guifiti, la bebida típica de los garífunas, que ella compra por botellas para dársela racionada. Todo se lo permite, menos que ande por allí subiendo y bajando barrancos porque tiene miedo de que se caiga, pero él no le hace caso.
Relató que su papá siempre toma con medida, pero que el pasado 31 de diciembre no sabe cómo consiguió aguardiente y “se metió” la mitad de un litro.
“Cuando llegué estaba bien alegre y cuando busqué, debajo de la almohada encontré el envase a la mitad”, refirió. Después se durmió tranquilamente, añadió.
Al escucharla él reacciona diciendo que no le gusta que lo anden siguiendo, pues “allá (en lo alto) está el que me cuida”.
Enseguida se incorpora sostenido por un bastón y se dirige hacia el patio donde tiene un cultivo de camote. En la parcela se agacha para arrancar uno de los tubérculos que ya está morado sin dar muestras de que le molesta ni siquiera el perdigón de plomo que aún tiene incrustado en su espalda.