Los rayos del sol aún no acarician las orillas del mar ni se han asomado por las montañas de la cordillera Nombre de Dios, pero en esas horas de la madrugada ya se pueden observar las mallas lanzadas a las calmadas aguas del mar Caribe. Son los pescadores artesanales que a bordo de sus cayucos van en busca del sustento de sus familias, el pan de cada día.
El reloj marca las 5:00 am y Jorge Alberto Lagos (40), pescador originario de la ciudad de Yoro, se prepara con su padre y su hermano menor para remar entre las bravas olas de la costa norte para lo que mejor saben hacer: pescar.
Este viaje será diferente. En la lancha en que usualmente salen a alta mar vamos dos invitados especiales: el fotógrafo Esaú Ocampo y yo.
A las 6:00 am se alistan todas las herramientas para el recorrido. El punto de partida es el área de playa del famoso Sea View de La Ceiba. El hermano menor de Jorge, Armando Lagos (32), me saluda y me pregunta: “¿Es primera vez que sale al mar? ¿Se ha mareado alguna vez?”. No, no es mi primera vez y no se preocupe, jamás he sufrido un mareo en alta mar, le contesto con tono firme, pero por dentro me muero de miedo. Dios, protégenos hoy, que no nos suceda nada malo, oré en silencio antes de partir.
Mientras miro el horizonte, don Jorge y Armando Lagos (66), su padre, ya lo tienen todo listo para zarpar. Los faenadores van equipados con dos hieleras grandes, colchonetas, dos anclas, agua en botellones, brújula, comida seca, combustible y, por supuesto, los utensilios de pesca. Luego de revisar el motor y el estado de la lancha, comienzan a empujarla. Sí, ellos son pescadores artesanales y no cuentan con equipo sofisticado para navegar. Su labor es cien por ciento manual y a la cuenta de tres y de empujón y en empujón logran que la lanchita llegue al mar.
“Móntese, Diana”, me dice don Jorge. Son las 6:15 am. Padre e hijo comienzan a remar. Llegamos a unos tres metros dentro del mar y nos detenemos por primera vez. “Antes de llegar a alta mar y capturar los peces grandes, debemos empezar por los pequeños”, me explica Jorge. Se refiere a la carnada utilizada como alimento que atraerá a sus objetivos: los peces gordos.
En esta zona nos encontramos con otros pescadores que también buscan sus carnadas. Allí todos se conocen y comienzan a saludarse. “Allá van los piratas del Caribe”, nos grita un pescador desde su cayuco. “Así nos dicen”, me dice entre risas don Jorge.
Entonces comienza la primera etapa de la sesión de pesca. Jorge se coloca la red sobre la espalda y como en un acto de malabarismo la enreda en su mano derecha y con la izquierda la sostiene al menos dos segundos. Finalmente la lanza con todas sus fuerzas al mar. El acontecimiento se ve simple y para ellos es sumamente fácil. Sin embargo, me quedo asombrada observando cómo las redes caen y desaparecen en las aguas azules. La espera no es larga. Después de unos 20 segundos, Jorge hala la red. Eventualmente la mete en la lancha y comienzan a brotar las diminutas sardinas. El objetivo, sin embargo, es enorme.
Nos quedamos en esta zona pescando carnadas al menos 40 minutos. A las 6:45 am, al tener lo que consideran suficiente material, partimos mar adentro. El motor es encendido y nos marchamos a toda velocidad. A las 7:05 am, guiados nada más con la brújula de don Jorge, llegamos a una zona alejada completamente de la civilización. Estamos completamente solos.
Armando prepara las anclas y se dirige a la parte frontal del barquito, se detiene, coge una de ellas entre las manos, la mece al menos tres veces y la lanza al mar. Armando se sostiene del lazo que une el ancla y hala con todas sus fuerzas. Lo ha logrado. El ancla se encuentra atrapada entre enormes rocas debajo del mar. “Está lista”, grita con emoción.
La sesión de pesca ha comenzado oficialmente. Todos en posición, cada quien toma cordel para pescar y meticulosamente comienzan a preparar los anzuelos. Las carnadas son retiradas y cada quien se llena la mano de sardinas. Me quedo observando fijamente a Armando y noto cómo pasa el filoso anzuelo por el ojo de la sardina. Cada pescador crea una red con los cordeles y dos anzuelos conectados con un pequeño hierro. Cuando la carnada está lista, los anzuelos se arrojan al mar y se sostienen los hilos con mucha paciencia.
Al inicio pensé: ¿Qué esperan para halar del hilo? ¿Cómo sabrán que ya han capturado un pez? De pronto, Armando se exalta y con un movimiento súbito empieza a jalar sus anzuelos. La hora es 7:14 y han capturado al primer pez del día. Es un calale rojo. Armando lo guarda en un tambo. Jorge me explica que deben ser guardados luego en agua fría, preferiblemente con hielo, para conservar el pescado fresco. “De no ser así, se descomponen y entonces no se puede comer ni vender”, expresa.
Las horas pasan y cada quien ha logrado una buena pesca. Al caer el mediodía toman un descanso y degustan su almuerzo. Jorge me cuenta que tiene cuatro hijos. “A ninguno le gusta la pesca, solo saben de computadoras, tecnología, Internet y celulares. Este mundo no lo conocen”, dice con algo de tristeza.
Al caer la tarde, el barco se desancla y las 2:00 pm nos movemos a otro destino; desde allí podemos ver la pequeña isla de Utila.
A las 3:15 pm, los faenadores lanzan de nuevo sus cordeles y comienzan a pescar. El silencio se interrumpe cuando Jorge pone música cristiana en su celular. Se las sabe todas e incluso las canta con su padre.
Poco a poco, el sol se va alejando y sus rayos ya no son tan fuertes. Pescar de noche es un reto completamente diferente, pero la embarcación Lagos está lista.
A las 6:23 pm se escucha un sonido que se asemeja a un abanico. Poco a poco el ruido aumenta y comienza a llover. “Rápido, debemos guardarlo todo”, dice don Jorge. Siento miedo, pero los pescadores están calmados. Ya están acostumbrados a que pasen nubes cargadas con agua. “No se asuste, Diana”, me dice Jorge. La lluvia parece no terminar, cae a agua a torrentes que nos empapan y nos dejan muertos de frío. Aunque nos encontramos anclados, el bote se mueve como si nos encontráramos navegando a toda velocidad. Me sujeto de los barrotes y poco a poco comienza a llegar la calma. Armando se dedica a sacar con un recipiente el agua que ha entrado en la lancha. Ahora el viento sopla más fuerte y el frío se acentúa. Los pescadores no pierden tiempo. De nuevo preparan los cordeles con carnada y continúan pescando. “Con la lluvia se revuelven los peces y debemos aprovecharlo”, dice Armando. Y así es.Mientras mi compañero y yo temblamos del frío, los faenadores logran sacar más peces.
Al pasar las horas logramos secarnos un poco, pero el capitán Jorge decide que es hora de regresar. Han conseguido ya suficiente producto y teme que el tiempo no sea muy favorecedor el resto de la noche. A las 11:20 pm es hora de desanclar el bote y regresar a tierra firme. Sin embargo, la tarea no es fácil. El ancla se encuentra atascada entre las rocas debajo del mar y es necesario utilizar la segunda ancla para recuperarla. La organización y la atención al detalle son características vitales de estos pescadores. Conocen perfectamente el mar y saben con precisión todo lo que necesitan. En el viaje de regreso, don Jorge me platica sobre la difícil situación de la pesca.
El faenador no cuenta con salario fijo. Su comida viene del mar; debe salir a buscarla y cuando no la encuentra sufren él y toda su familia. Sin embargo, don Jorge es un hombre alegre, optimista y perseverante. La sal que proviene del viento en el océano le ha dejado arrugas en la cara. Es un hombre honrado y ha buscado otras maneras de ganarse la vida cuando la pesca no está en su mejor temporada. Su esposa, Diana de Lagos, trabaja en un hotel y le ayuda con los gastos de la casa. A pesar de que pasan largas temporadas sin verse, se mantienen unidos y no dejan de asistir a la iglesia. “Con la ayuda de Dios, mi familia ha logrado salir adelante. Sin el padre no somos nada”, me dice. Sus compañeros lo apodan el Capitán Diamante. Sin embargo, decido llamarlo Capitán Sonriente. Su sonrisa inspira confianza y seguridad.
Este día han logrado sacar unos 60 peces de diferentes tamaños. Los venden y se reparten las ganancias entre los tres. Ahora siempre que disfrute de un pescado me acordaré del arduo trabajo de los faenadores para conseguirlos.
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