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¿Acta de defunción?

  • 08 marzo 2016 /

    Aunque cien mil veces se ha dicho y se continuará explicando que el mal, la corrupción o la ineficiencia no se hallan en las instituciones u organismos sino en las personas que las dirigen, es tal la colusión que ante la evidencia de irregularidades con muestras de aprovechamiento personal, familiar o de grupo, las decisiones nos recuerdan aquello de “muerto el perro, se acabó la rabia”.

    Es tal la necedad y el arraigamiento del “hoy por ti, mañana por mí”, que de inmediato las responsabilidades se dirigen hacia la institución y nunca falta quien, en un arranque de celo legal halle algún agujero o vacío para pedir su acta de defunción, mientras que quienes hicieron y deshicieron echan paso atrás a la espera de que en un corto tiempo todo quede en el pasado que volverá en otro envoltorio.

    El escándalo en el Consejo de la Judicatura por salarios, viáticos y contrataciones, revelado en el primer informe de la mesa técnica integrada por el presidente del Poder Judicial, es más que suficiente para el cese inmediato de los consejeros y para deducir responsabilidades que, a lo mejor, en el ambiente jurídico y con protagonistas de este mismo ambiente, resultaría casi imposible a pesar de las pruebas, pues apegados a ley la despojan de su espíritu y olvidan que no todo lo legal es justo.

    “La institución es muy buena, el problema es el proceso de selección de los consejeros que quizá necesita ser reestructurado. Si se va a eliminar este Consejo mediante recurso, hay que analizarlo muy bien”, advierte German Leitzelar, exdiputado y participante en la creación de la Ley de la Judicatura.

    Lo que hasta hace poco fue calificado de un gran acierto para adecentar y agilizar el sistema judicial dejando su parte administrativa al Consejo y la impartición de la justicia a los magistrados de la Corte Suprema es hoy satanizado por las acciones de aquellos a quienes se les entregó la tarea administrativa. La primera consecuencia de la abolición del Consejo de la Judicatura es que el poder absoluto vuelve al Tribunal Supremo, en cuyas manos queda lo jurídico, los nombramientos y el presupuesto.

    Como señala la sabiduría popular, sin prisas, hay que hacerlo bien y sentar con firmeza precedentes que no se desvanezcan en renuncias seguramente no queridas, sino obligadas por la presión antes de que las cosas vayan a más, pues se hallan muy cerquita de la línea de corrupción, si es que no han traspasado ya un pie sobre ella.