En las afueras de una ciudad se erguía un puente ferroviario que cruzaba una vasta bahía. En una madrugada nublada, minutos antes de las 3:00 am, un remolcador, arrastrando una lancha de gran tamaño, navegaba bajo el puente. La escasa visibilidad ocasionó que la embarcación chocara violentamente contra la estructura en la oscuridad, sin que nadie pudiera advertir la magnitud del daño. Pocos instantes después, un tren de pasajeros se aproximaba al puente desconociendo el percance y transitando a una velocidad cercana a los 140 km por hora con 210 pasajeros a bordo. Al cruzar la sección dañada, el puente cedió, provocando que cuatro vagones del tren cayeran a las aguas pantanosas, infestadas de cocodrilos.
Un testigo alertó de inmediato a las autoridades marítimas, quienes movilizaron helicópteros para rescatar a los sobrevivientes debido a lo inaccesible del lugar. A pesar de los esfuerzos, 47 personas perdieron la vida y entraron en la eternidad.
Entre los héroes de esa fatídica noche destacó Miguel, uno de los pasajeros del tren, quien despertó sobresaltado ante los gritos y lamentos a su alrededor. Con valentía corrió hacia una salida de emergencia y, enfrentándose al creciente nivel del agua, rompió los vidrios para lanzarse a las profundas aguas pantanosas que tenían 8 metros de profundidad. En un acto de sacrificio rescató a 30 personas, incluida una niña de 11 años con parálisis cerebral llamada Andrea.
Sus padres, atrapados en uno de los vagones hundidos, el cual se llenaba de agua rápidamente, empujaron con desesperación a su niña por una ventana hacia los brazos de Miguel, quien había llegado en su auxilio. Este fue su último acto de amor por su hija. En vez de salirse ellos, escogieron dar sus vidas para salvar a su pequeña.
Alguien dijo en cierta ocasión que el amor debe ser sacrificial, si no, no lo es. La disposición a sacrificarnos por los demás es un indicador crucial de la autenticidad de nuestro amor o del de aquellos que dicen amarnos.
