24/11/2025
10:48 AM

Sobre la fortaleza

La existencia humana no siempre es un jardín de rosas.

Roger Martínez

De las clásicas cuatro virtudes cardinales, seguro que de la que hoy se habla más es de la justicia. Hay un reclamo generalizado porque se dé a cada uno lo que se le debe y merece, que poco se habla de las otras tres, incluso de la prudencia, la que ha sido siempre considerada la madre de todas las virtudes humanas y el auriga que conduce nuestra conducta ética.

Tampoco se da mucha relevancia a la templanza, sobre la que he escrito hace unas semanas, ni a la fortaleza, cuando, esta última, es tan importante para llevar una vida equilibrada y con reales posibilidades de aspirar a la felicidad, sobre todo ahora, cuando, evidentemente, está tan de moda el sentimentalismo y se padece una labilidad casi patológica en hombres y mujeres de todas las edades.

La existencia humana no siempre es un jardín de rosas. El sufrimiento es un compañero nunca bienvenido pero inevitable; los dolores y los gozos se suceden de manera ininterrumpida e intermitente. Las dificultades en el trabajo, las crisis personales y colectivas, la mala voluntad de aquellos a los que no resultamos simpáticos, la enfermedad e, incluso, la muerte, se presentan como visitas inesperadas, como huéspedes incómodos a los que no tenemos más remedio que atender. Y, queramos o no, la vida debe continuar, debemos levantarnos después de cada caída y tenemos el deber de hacer de tripas corazón y, muchas veces, sonreír aunque queramos fruncir el ceño, pegarle al que esté enfrente o hacer pucheros y romper a llorar. Y, para eso, hace falta ser fuertes.

Cultivar, ejercitarse, entrenarse cada día para vivir la virtud de la fortaleza, nos exige, en primer lugar, batallar en contra de los propios caprichos. Para ser fuertes, para desarrollar unos bien definidos “músculos” en el alma, debemos desarrollar el hábito de decirnos “no” cuando así conviene, aunque queramos decirnos que “sí”; ponernos de pie, aunque deseemos permanecer sentados; sobreponernos al dolor, a la tristeza, al enojo y a todo tipo de sentimientos negativos.

La fortaleza nos ayuda a ser más pacientes ante los defectos de los demás, a tolerar respetuosamente a los que piensan distinto a nosotros, a sobrellevar las cruces que, inevitablemente, caerán sobre nuestros hombros y habrá que soportar con gallardía y, mejor aún, con elegancia. El fuerte no es que no padezca, pero sabe disimular, no es que sea insensible o estoico, pero evita hacerse la víctima, no es que no llore, pero procura beberse las lágrimas a solas para no hacer sufrir a los demás.