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Iglesia - Estado

  • 12 octubre 2022 /

Durante más de 10 siglos lo que conocemos como la sociedad occidental se llamó a sí misma, “la cristiandad”. Era el resultado de la combinación emulsionada y convulsa del pensamiento grecorromano y los valores de la religión judía. A partir del siglo IV d.C. con el edicto de Tesalónica del año 380, el emperador Teodosio convirtió al cristianismo en la religión oficial del imperio romano, del cual el mundo occidental es heredero, por más que lo quiera negar. De esta manera, la Iglesia y el Estado comenzarían una relación histórica variopinta que iría desde el césar papismo (alianza entre el altar y el trono), pasando por la confrontación de poderes, hasta su sana separación, durante los siglos XVIII Y XIX.

Hoy en día esta realidad históricamente innegable es causa de juicios anacrónicos absurdos, pues todo aquel intelectual, que realmente lo sea, sabe que no se puede juzgar un hecho del pasado desde los criterios del presente. La norma que hoy impera en las naciones del mundo es la del Estado laico, esto implica que, desde el punto de vista jurídico, no habrá una religión o credo oficial en la constitución política. Este es el caso de la república de Honduras que, desde 1924, oficializó la separación de la Iglesia y del Estado. La fe religiosa es algo que cada ser humano debe alcanzar ejerciendo su libre albedrío y no por medio de la coerción, sea de nuestros padres, amistades o de un gobierno. No obstante, la sana laicidad del Estado, cuando se ideologiza, puede correr el riesgo de mutar peligrosamente en un laicismo recalcitrante, intolerante y excluyente que rechaza el diálogo, y niega a la religión su posibilidad de influir en la sociedad, alejándose del principio laico estatal. Pues el Estado laico a diferencia del Estado laicista, se caracteriza por una actitud fundamental, la creencia de que los fenómenos religiosos tienen un alto grado de valor positivo para la sociedad, es decir, que cualquier sociedad necesita la contribución de la religión para alcanzar bienestar, pues el ser humano es un ser religioso por naturaleza.

Ahora bien, el papel de la Iglesia, y de las religiones en el debate público, no es el de imponer criterios, ni mucho menos ofrecer soluciones políticas concretas, a los diversos y complejos problemas de una sociedad, sino el de ayudar a la razón a descubrir principios morales objetivos, contribuyendo así al deber vital de toda comunidad humana, aprender a escuchar con tolerancia, para saber discernir. De aquí la importancia de buscar caminos de dialogo que permitan a los ciudadanos y a los que gobiernan, iluminar la conciencia y así orientar los destinos del pueblo que se les ha confiado.