Un día, el evangelista Dwight L. Moody paseaba por un cementerio nacional cuando notó a un hombre que lloraba junto a una tumba, mientras la cubría con hermosas flores. Conmovido por la escena, Moody se acercó con la intención de consolar al hombre, si era posible, y le preguntó: “¿Por qué llora, amigo? ¿Es esta la tumba de su padre?”. “No, señor”, respondió el anciano. “¿Acaso es la tumba de su madre?”. Nuevamente, el anciano negó con la cabeza. “Entonces, ¿quién está enterrado aquí, si no es ningún miembro de su familia?”. El hombre, después de un breve silencio, respondió con voz quebrada: “Este asunto es muy sagrado para mí, y rara vez hablo de él. Pero viendo que usted muestra tanto interés, le contaré. Durante la guerra civil, mi Gobierno me llamó para alistarme en el Ejército. Sin embargo, debido a que tenía una familia numerosa y todos mis hijos eran pequeños, se me permitió buscar un sustituto. Finalmente encontré a alguien que aceptó tomar mi lugar, pero en la primera batalla, él murió. Aquí, en este lugar donde deposito estas flores, fue sepultado. Murió por mí, y en su memoria cada año vengo a poner estas flores en su tumba”.
La historia del anciano nos recuerda el sacrificio supremo de Jesús por nosotros. Así como el sustituto dio su vida para que el hombre pudiera vivir, Cristo murió en la cruz para darnos vida eterna. Esta historia nos invita a reflexionar sobre la gratitud que debemos tener por ese sacrificio. Al igual que el anciano honra la memoria de su salvador, también nosotros debemos recordar y honrar a Jesús, no solo con palabras, sino con una vida que refleje su amor y sacrificio.
Cada día es una oportunidad para mostrar nuestro agradecimiento, no solo en momentos solemnes, sino en cada acto de bondad, amor y servicio hacia los demás. Que nuestras vidas sean un reflejo de la gracia que hemos recibido, viviendo con propósito y dedicación en respuesta al regalo inmerecido que se nos ha dado.