29/03/2024
08:03 AM

El síndrome del intocable

Víctor Meza

No son pocos los compatriotas que se preguntan cuáles fueron las razones íntimas del expresidente Juan Orlando Hernández, hoy convertido en prisionero célebre, para mantenerse impasible y aparentemente seguro de sí mismo y tranquilo, a la espera del desarrollo de los acontecimientos posteriores a su salida de Casa Presidencial. No se produjo la anunciada huida fuera del territorio nacional ni se conoce esfuerzo alguno por mantenerse oculto y en refugio seguro. Se mantuvo confiado, como a la espera de su inevitable destino.

La única razón válida e inmediata que se me ocurre para encontrar una explicación lógica – si es que la hay – a la conducta del expresidente, es un cierto sentido de impunidad, interiorizado en su mente y en su vida cotidiana a lo largo de los más de doce años en que disfrutó de un poder casi absoluto sobre la vida y haciendas de sus gobernados. Fue víctima de una especie de “síndrome del intocable”, una curiosa percepción de que nada le afectaría ni habría justicia alguna que le alcanzara. Su poder era de tal dimensión y amplitud que lo convertía en un hombre intocable.

El mencionado síndrome, hijo putativo del “pensamiento ilusorio”, que convierte en realidad ficticia los deseos y sueños de quien lo padece, obnubila al más poderoso y lo adormece en una especie de ilusión permanente.

El “hombre”, como le llaman (¿o llamaban?) concibe la realidad a partir de sus sueños y confunde, sin darse cuenta, la vida verdadera con la fantasía que habita en su mente. Llega un momento en que ya no distingue la sinuosa frontera entre los hechos reales y los deseos imperiales. Para colmo de males, siempre le rodea un círculo de colaboradores áulicos, oportunistas y serviles, que le alimentan las ilusiones y le hacen creer que sus sueños y fantasías forman parte del contexto real que les rodea.

La vida en el palacio sustituye, a los ojos del “hombre”, el mundo verdadero que tercamente les envuelve y atrapa.

Todo indica que el otrora gobernante, víctima involuntaria del “síndrome del intocable”, estaba convencido de la impenetrabilidad de la corteza de impunidad que le rodeaba, con jueces obsecuentes y solícitos, fiscales indiferentes y silenciosos, junto a policías y militares que obedecían sus órdenes (vale decir deseos) con sumisa obediencia y servilismo extremo. Nada ni nadie podría tocarlo y hacerle daño.

Convencido de la inaplicabilidad de la inofensiva justicia local, la tendencia dominante apuntaba a olvidar la efectividad de la justicia externa. De esta manera, el “pensamiento ilusorio” hacía su trabajo subterráneo y alimentaba la falsa idea del carácter intocable del mandatario.

Juan Orlando debió haber sufrido un fuerte choque mental al comprobar la presencia de decenas de policías que rodeaban su casa, justo en el día dedicado al amor y a la amistad.

Encerrado en su celda, seguramente podrá dedicar parte de su tiempo muerto a la reflexión íntima y al redescubrimiento de la realidad que en verdad le circunda.

Todos los presos, lo sé por experiencia propia, sueñan con la libertad y la posibilidad de salir de la cárcel, ya sea por la vía de una fuga bien planeada o por los conductos legales de una excelente defensa jurídica, sin olvidarse de las fórmulas discretas de un arreglo político.

Pero para un prisionero al que le espera una condena tan drástica como el encierro perpetuo, es decir cárcel de por vida, la ilusión de la libertad se evapora y esfuma como una voluta más del deteriorado y ya en crisis pensamiento ilusorio.

No hay futuro posible ni hay impunidad que le proteja y defienda. El mundo se le viene encima, los serviles de antaño se alejan discretamente o huyen abiertamente hacia el exterior, mientras su universo familiar se desmorona y luce cada vez más distante, menos ilusorio y – ahora sí – cada vez más inasible y real. El antiguo “hombre fuerte” se va convirtiendo poco a poco en el “hombrecito” que describe Wilhelm Reich.