La semana pasada el jefe del Comando Sur, general John Kelly, dijo en Washington ante una comisión de la Cámara de Representantes que los EE UU han perdido influencia en América Latina. Chocolate por la noticia. ¿Y qué esperaban?
Donde les va bien es en Ucrania o en el Medio Oriente según se desprende de las novedades que vienen desde aquellas regiones.
Hoy cualquier gobernante que sienta que cae su popularidad apela como antídoto al “antiimperialismo yanqui”. Es lo que hizo el ecuatoriano Rafael Correa, golpeado no hace mucho por unas elecciones municipales y una opinión pública a la que no les escapan “algunas cosas de su gobierno” pese al cerrojo de la prensa. Correa expulsó a 20 agregados militares estadounidenses y pidió a los EE UU que cerrara su oficina de cooperación en temas de seguridad en Ecuador.
Es además lo que acaba de hacer Nicolás Maduro, condenando “la injerencia grosera” de los Estados Unidos en su promovido diálogo “por la paz y la conciliación”. auspiciado por la Unasur y el Vaticano, mientras en paralelo continúa con la represión, la tortura y el asesinato de estudiantes y disidentes y mantiene un importante número de presos políticos, entre ellos al hoy más apoyado líder de la oposición Leopoldo López. El heredero de Chávez y hombre de los Castro –el burócrata de más alto rango del régimen cubano, como le llaman- anunció que va a denunciar ante la Unasur esta “agresión del Gobierno de los EEUU” y la participación directa de funcionarios estadounidenses en la “conspiración de los guarimberos”.
La diplomacia de los EE UU tiene una gran habilidad para “asistir”: la deja picando y solo resta empujar la pelota y gol. Ya hace más de medio siglo William Lederer fue muy elocuente sobre esa característica de la política exterior de los estadounidenses en su libro “Una nación de borregos”. Incluso lo dijo antes de que se decretara el embargo, llamado bloqueo por cubanos y sus amigos y testaferros y por oportunistas y distraídos que tanto le ha significado a los Castro para justificar la crisis continua, los presos políticos, la represión a la disidencia, y, en definitiva, su dictadura.
Es que, por ejemplo, se hace difícil creer en las críticas de los EE UU al chavismo mientras continúa comprándole petróleo o en la indignación de Maduro, que se lo sigue vendiendo. Lo mismo pasa con el discurso de algunos embajadores de ocasión de pose progresista, los que a veces desparrama el Departamento de Estado, y los que ni rozan con sus alabanzas a sus enemigos de siempre – en definitiva es una cuestión entre la democracia y la libertad, por más que le llamen capitalismo y neoliberalismo por un lado, y el totalitarismo por el otro. Decididamente ser amigo o hablar bien de los EUA no paga, en cambio ser su enemigo y criticarlo y condenarlo da unos réditos tremendos.