The New York Times
Por: Zeynep Tufekci/The New York Times
Primero fue el apuñalamiento de pesadilla de Iryna Zarutska, una refugiada ucraniana de 23 años, mientras viajaba en un tren en Charlotte, Carolina del Norte. Luego, la horrenda muerte a tiros de Charlie Kirk, el activista conservador de 31 años, mientras hablaba a los estudiantes de la Universidad del Valle de Utah. Ambos casos aterrorizaron a innumerables estadounidenses temerosos por su propia seguridad, la de sus espacios públicos y su democracia.
Sin embargo, las tragedias tenían algo más en común: ambas generaron videos extremadamente gráficos de los últimos momentos de las víctimas, con el suficiente detalle como para mostrar el instante en que el metal impactó la carne y causó el terrible daño. Desde entonces, compartidos por muchos y amplificados por algoritmos que favorecen las emociones intensas, estos videos han sido reproducidos sin cesar en las redes sociales.
En los inicios de las redes sociales, pensé que las imágenes sin filtros de los eventos noticiosos podrían aumentar la empatía de las personas hacia las víctimas de desastres naturales, represión o violencia sistémica.
Eso no fue lo que pasó. Hoy hay más cámaras que nunca y nos ahogamos en videos que documentan el último aliento de una víctima tras otra. Pero en lugar de hacernos más sensibles a los horrores que experimentan nuestros semejantes, imágenes gráficas como los videos de Zarutska y Kirk se convierten en algo parecido a películas snuff virales cuando se reproducen sin cesar. Al reducir la tragedia a contenido voyerista, deshumanizan no sólo a la víctima, sino a todos nosotros.
Y a medida que las redes sociales se entrelazan cada vez más con cada rincón de nuestras vidas, imágenes deshumanizantes como estas se vuelven más difíciles de evitar. En un restaurante donde cené hace poco, alguien en la mesa de al lado sacó un teléfono y le puso el video de Kirk a su acompañante.
Y poco después del asesinato de Kirk, las redes sociales se inundaron con la siguiente película snuff viral: un video de una espantosa decapitación en Dallas, Texas. A veces parece que hay un nuevo video impactante cada semana.
Teorías de conspiración
Con todo este rico material, detectives aficionados enajenados asumen el papel de científicos forenses. A menudo terminan culpando a la gente equivocada o propagando teorías de conspiración cada vez más absurdas y dañinas. Varias personas inicialmente fueron identificadas erróneamente como el asesino de Kirk, poniendo en peligro sus vidas y probablemente obstaculizando la investigación. Y he visto afirmaciones generalizadas de que Kirk no está muerto y de que la sangre que brotaba de su cuello era falsa y se debía a un mecanismo oculto. Ahí se puede ver —o al menos estos autoproclamados detectives anuncian poder verlo— si le haces un zoom mil veces al video. Así que, en lugar de mostrar la realidad de la violencia armada, estos videos están ayudando a que al menos una fracción de los espectadores niegue una muerte que ocurrió frente a cientos de testigos.
Los momentos finales de Iryna Zarutska se desplegaron rápidamente —porque el sospechoso es negro y Zarutska no lo era— para presentar un argumento muy específico sobre la raza, las ciudades gobernadas por los demócratas o el sesgo mediático liberal. Si se indagaba a fondo, se podría haber encontrado información sobre el historial de violencia y los problemas de salud mental del sospechoso, así como sobre los desesperados e infructuosos esfuerzos de su familia por conseguirle la atención adecuada o incluso internarlo. Pero esa parte de la historia estuvo ausente en las interminables repeticiones de la muerte de Zarutska. En lugar de una sensación de indignación que llevara a la búsqueda de una mejor solución para los reincidentes violentos, su muerte generó llamados a la retribución colectiva y a la justicia por mano propia.
Debido a la omnipresencia de las cámaras, la oferta de imágenes violentas se ha multiplicado considerablemente. Las barreras culturales e institucionales para difundirlas han disminuido, los incentivos para hacerlo también se han multiplicado y los esfuerzos del Gobierno estadounidense por regularlas prácticamente han desaparecido. Tampoco queda mucho decoro cultural que impida a la mayoría de la gente reproducir la tragedia de alguien para captar la atención de su propia audiencia. El modelo de negocio de las redes sociales depende de ello y lo recompensa.
Algunos autores de tiroteos masivos y asesinos también podrían depender de ello. Cuando escriben manifiestos, visten ropa con un mensaje cargado o usan ciertas armas que se han convertido en símbolos de tiroteos así, ¿están produciendo contenido para ser difundido junto con videos de los últimos momentos de sus víctimas?
El sospechoso de matar a Kirk es un hombre blanco veinteañero, ex estudiante de ingeniería con buenas calificaciones en preparatoria. Todas las teorías que los detectives en línea habían elaborado, y todas las presuntas identificaciones del tirador, parecen haber sido falsas.
Mientras tanto, millones, quizás miles de millones, han visto y vuelto a ver los últimos momentos de Kirk y Zarutska como si fueran escenas de una película en lugar de los últimos momentos de un hombre que deja atrás a hijos pequeños o una joven asesinada en la flor de la vida. Se logró viralizar, pero la humanidad —la suya y la nuestra— perdió.
Zeynep Tufekci es profesora en la Universidad de Princeton en Nueva Jersey y autora de “Twitter and Tear Gas: The Power and Fragility of Networked Protest”. Envíe sus comentarios a intelligence@nytimes.com.
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