Tal práctica absolutamente inhumana, repudiable, propia de mentalidades proclives a la violencia extrema, ya estaba presente en la década de los años 70, cuando tras el asesinato de civiles y religiosos en el valle de Lepaguare, Olancho, sus cadáveres fueron lanzados a un pozo de malacate en una hacienda de propiedad privada.