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Saber rectificar

  • 23 agosto 2022 /

Falibles como somos, los seres humanos tenemos la necesidad de rectificar con frecuencia. Muchas veces consentimos juicios críticos en contra de otras personas, y, aunque no abramos la boca, nos vamos formando de ellas un concepto que no siempre responde a su realidad o que es, por lo menos inexacto.

En otras ocasiones no solo pensamos, sino que pronunciamos esos juicios, raras veces cotejados con los hechos, y llegamos a poner en precario, si no es que tiramos al suelo, el prestigio o la buena fama de los demás.

Finalmente, llegamos incluso a acometer acciones que perjudican a otros, faltamos a la justicia elemental y causamos daño a los demás. A veces ha pasado tiempo suficiente como para que la reparación del daño sea imposible o, por lo menos inútil, y lo que nos queda es un remordimiento de conciencia, si es que la tenemos bien formada, y pesar por haber pensado, dicho o actuado en contra de alguien cuyas supuestas malas acciones nunca nos constaron, o que no eran de nuestra incumbencia. De aquí la necesidad de saber rectificar a tiempo y no dejar que el paso de los días se encargue de perpetuar una injusticia.

La falta de humildad, esa virtud humana muchas veces mal conceptualizada y con no tan buena prensa, suele oponerse a la obligación de rectificar. Ese no querer dar el brazo a torcer muchas veces nos empuja a perseverar en los errores y a mantener posturas equivocadas. Cuando lo inteligente, lo sabio, sería aceptar el sonrojo, bajar la cabeza si fuera necesario y decir: lo siento, me equivoqué, me precipité, hablé por liviandad, perdí el control racional, me dejé llevar por las opiniones sin fundamento de otros, etc.

Reza el antiguo refrán que el que comete un error y no lo corrige, está cometiendo otro error. Y eso es más que cierto. Otra prueba más, de la sabiduría que encierran las sentencias populares, y por lo que soy afecto a ellas. Hay que tener una soberbia muy crecida, cosa que es muy fácil que suceda, como para reconocer que estamos equivocados y no estar dispuestos a confesarlo.

La falta de rectificación ante la comisión de una falta denota, además, terquedad. Y es bastante difícil convivir con una persona que va por la vida equivocándose sin reconocer sus equivocaciones y que, más bien, persevera en el error y busca convencer a los demás de que su yerro, su desacierto, está apegado a razón. Y al final, resulta peor, y nos pone en penosa evidencia, cuando sale a la luz la verdad y nuestras equivocaciones se vuelven obvias. Entonces nos toca padecer vergüenza y merma de credibilidad ante los demás.

Son cosas de ética práctica que debemos tomar en cuenta para hacer de este un mundo mejor.