01/05/2024
12:26 AM

Monseñor Camilleri

Juan Ramón Martínez

Roberto Camilleri nació en Hamrun, Malta, el 24 de abril de 1951. Fue ordenado sacerdote en 1975 y en 1980 vino como misionero a Honduras. Fue miembro de OFM, conocido como Franciscanos. Esta orden estuvo presente desde el principio de la colonización española en Honduras. Sus antecesores en la función de obispos de Comayagua fueron: Bernardino Mazarella y Gerardo Scarpone. Todos formados en la óptica de misioneros, para ir con la breve maleta bajo el brazo, de un lado para otro; predicando el Evangelio y viviendo sencillos y humildes, a la espera de la voluntad del Señor Jesucristo.

Desde que llegó a Honduras, Camilleri fue ejemplo de tranquila y humildad. No se sentía mejor que nadie por ser misionero o porque servía con mayor generosidad al Señor. Para él, el mejor era siempre el otro; el que esperaba desde la orilla de la esperanza el anuncio de la salvación. Y que, en su ansiedad frente a las dificultades de la vida, se aferraba a la esperanza que algún día, sobre la tierra y después en la segura muerte, encontrarían el premio a sus angustias y dolores. Por ello se dedicó en silencio a servir. No necesitó nunca ni los aplausos, las citas o las menciones. Camilleri fue como todos los franciscanos, el más humilde de los servidores de sus hermanos. De todos, sin discriminación engañosa. Sencillamente, porque creía de verdad que todos somos hijos de Dios.

Lo traté muy poco.

Cuando nos encontramos, su palabra era fácil, pero pausada. Y nunca intentó decir la última expresión, porque tenía la humildad del que bien escucha. Y como tenía el oído sensible, no necesitaba alzar la voz y menos mostrar en el ejercicio de la palabra su sabiduría bíblica. Por ello en las conversaciones, siempre estuvo atento, sin mostrar habilidades diplomáticas. Sencillamente se mostraba como era: un enorme ser humano, el mejor entre todos los que habían venido a servirnos a quienes, en la fuerza de la fe, creemos en la seguridad de la resurrección. Y que no nos rendimos ante las ofertas de los que quieren que dejemos la fe de nuestros mayores para aventurarnos por los mercados de los intercambios de las oraciones, por promesas de engañosas prosperidades. Aprendió fácilmente a ser párroco. Y cuando fue obispo, su naturaleza le permitió dirigir con la mayor naturalidad una de las diócesis que por sus antecedentes históricos era de las más controversiales. En Comayagua no estimuló la disidencia y menos la desobediencia de ninguno de sus sacerdotes. Atrás –y para sus antecesores– se quedaron las conductas de Juárez y Velásquez que creyeron que, entre las virtudes cardinales, estaba el rompimiento de la unidad con su obispo. Por ello, su ejercicio como pastor de la diócesis primigenia de la Iglesia Católica hondureña fue uno de desempeño ejemplar, tranquilo y sereno. Por ello, lo eligieron presidente de la CEH.

La última vez que conversamos fue en el inicio de las celebraciones del Bicentenario de la Independencia. Nos prestó, con generosidad, la Catedral de Comayagua, su sede apostólica, para que desde allí iniciáramos las festividades. Estuvo entre nosotros, con natural humildad. Solo porque se lo pedí, nos acompañó en el lugar de los invitados especiales. Se resistió con su carácter cercano; pero al final, entendió que, como obispo, tenía la obligación de estar en las sillas principales.

Su muerte me sorprendió. No sabía que adolecía de problemas cardiacos. Y, menos que, por su carácter sereno, estuviera expuesto a las emboscadas de un infarto. Dios sabe cuándo necesita a sus siervos y él, era uno de los favoritos, sin duda alguna, del Señor. Descanse en paz, hermano obispo Roberto Camilleri.

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