Solía escuchar las historias que contaba mi abuela, sobre la Honduras de las décadas de los 30 y 40, un tiempo en el que declararse seguidor de un partido político o de alguno de sus líderes equivalía a ser un adversario casi permanente de “los contrarios”.
Las persecuciones entre unos y otros eran constantes, la polarización ideológica era algo cotidiano. A pesar de todas las vicisitudes, lograron salir adelante.
Luego fui creciendo acompañada de la radio que, a partir de las cinco de la mañana, invariablemente se escuchaba en casa, mientras mis padres comentaban lo que sucedía en el país.
Así a finales de los años 70, supe que el nuestro era un gobierno presidido por una junta militar y luego, en 1982, tuvimos el primer presidente electo democráticamente de la historia reciente.
Crecí viendo cómo la zozobra se apoderaba de los jóvenes de aquel entonces, cuando existía el servicio militar obligatorio y las redadas eran percibidas como un riesgo constante para quienes no deseaban pasar por él... que eran muchos.
Era aún muy joven cuando las noticias hablaban de los desaparecidos, de los excesos, de la intolerancia y el irrespeto. Fue un verdadero logro recuperar la paz relativa -porque es muy difícil que sea completa- hasta que nuevamente la polarización nos llevó al triste episodio de 2009, que no requiere mayor explicación porque lo tenemos muy presente.
Mantener la paz en la Honduras de antaño, como en la de ahora, debe convertirse en algo más que un anhelo. Buscar la paz, no solamente en colectivo, sino también de forma individual, debe ser un propósito cotidiano.
Cuando tengamos la tentación de pensar que es imposible lograr consensos en una sociedad como la nuestra, tan desigual y dividida por múltiples razones, pensemos que las generaciones anteriores tampoco tuvieron un panorama fácil y lograron avanzar.
La historia de Honduras está llena de altibajos, con leves períodos de cierta estabilidad. Vale la pena reconocerlo y recordar siempre que la paz se construye todos los días, a partir de los esfuerzos individuales y colectivos.
Preguntémonos entonces ¿qué estoy haciendo para vivir en paz? La paz no significa ser complacientes y no alzar la voz cuando la injusticia es diaria; significa no agotar la posibilidad de diálogo, de generar consensos por mínimos que parezcan.
Construir la paz pasa por reconocer en los otros los mismos derechos que deseamos que nos respeten; darnos cuenta de que las palabras de odio fácilmente se convierten en acciones de odio, muy difíciles de revertir.
La historia de Honduras está llena de episodios a los que no debemos regresar. Que encontremos el camino que nos lleve a tomar las experiencias recientes que no debemos olvidar y ver hacia el futuro que deseamos para todos: incluyente, amplio, de respeto a los derechos de todas y todos.
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