Porque, como los años pasan, inevitablemente, y la muerte se encarga de llevarse, uno a uno, a aquellos que no solo hicieron posible nuestra existencia física, sino que nos ayudaron a conformar una personalidad, a adquirir unos valores, a tener una visión del mundo, a valorar las pequeñas cosas que componen nuestra existencia cotidiana, al final, en un escenario pletórico de recuerdos, repasamos cada uno de los actos en los que se ha desenvuelto nuestro drama vital y encaramos, con nostalgia, tantas pérdidas que nunca terminamos de asumir ni digerir.
La familia, y moriré repitiéndolo, es el mejor terreno en el que podemos nacer, crecer, desarrollarnos y morir. Tal vez suene algo egoísta, pero, a los que hemos tenido la suerte de crecer en una y de conformar una nueva, no nos cabe la menor duda de que a ella debemos mucho más de lo que podemos pagar y que, a pesar de todos los pesares, lo mejor de nosotros se cocinó ahí y no deja nunca de ser el lugar al que, sin poder ya, quisiéramos volver, en un abrir y cerrar de ojos, en una especie de sueño feliz, para recuperar aquellas voces, aquellos olores, aquellas sazones, aquel calor de hogar que, permanentemente, echamos de menos.
En este mes de agosto, en el que se procura reflexionar sobre la importancia de ese compromiso estable llamado matrimonio y esa consecuencia natural llamada familia, no puedo dejar de reflexionar sobre lo que ambas realidades significan para las personas y para la sociedad entera. Porque, sin romanticismos ni idealizaciones edulcoradas, cada día que pasa más valoro ese pacto de voluntades y afectos que me lleva a querer envejecer al lado de mi esposa y esa realidad dinámica y compleja llamada familia, en la que se concatenan dolores y gozos, pero que le indican un norte y le dan sentido a la existencia.