30/04/2024
06:07 PM

Cuando los hijos crecen

Roger Martínez

Muchas personas, en muchas ocasiones y de diversas maneras han señalado esa verdad incuestionable de que las cosas más importantes para saber vivir y para poder aspirar a la felicidad se aprenden en el hogar. Es en la intimidad de la familia en la que, a veces de manera intencional, pero, ordinariamente, de manera espontánea, se trasmiten esos cimientos sobre los que luego se construye una personalidad, un carácter, una manera de ver la vida y de valorar las cosas, los acontecimientos y las personas. Y, aunque haya situaciones y realidades que parecen desmarcarse de este planteamiento, lo cierto es que la experiencia de la mayoría, y me incluyo, no hace más que confirmarlo.

Sin embargo, aunque de lo que más se habla es de la influencia que los padres ejercemos sobre los hijos, no puede negarse que la crianza de los hijos también es una escuela para nosotros sus padres. Es decir, en la medida en que vamos desarrollando esa labor profesional tan ardua como lo es la formación de la prole, que es similar a la del alfarero o la del escultor, nosotros mismos vamos tomando lecciones, aprendiendo cosas, automodelándonos.

La educación de los hijos nos obliga, en primer lugar, a reconocer que nuestra labor tiene unos límites, unas fronteras que debemos reconocer y respetar. Por ejemplo, aceptar que cada hijo es distinto. Esas diferencias individuales nos llevan a tratar a los distintos de manera distinta, a evitar la tentación de buscar troquelarlos, a no buscar pasar por sobre ellos un rasero que intente igualarlos. Hay, en principio, una diferencia natural entre ellos y ellas, pero, además, hay en cada uno, en cada una, una singularidad, que sería “criminal” desconocer. Lo anterior nos enseña a los padres a ser respetuosos, a entender que los hijos no son un apéndice de nosotros mismos, que llevan impresa en su naturaleza ese misterio que se llama libertad, y esta no admite cortapisas.

En la medida en que los hijos van creciendo, duele comprender, pero hay que hacerlo, que los padres vamos, poco a poco, perdiendo protagonismo; que cada vez somos menos necesarios, que no somos indispensables. Nos toca, hacernos a un lado, con la mayor elegancia posible, y permanecer disponibles, pero muy sutilmente.

Cuando los hijos crecen uno descubre que hay unos frutos que, sin duda, son producto del hogar, pero que hay otros que nos cuesta reconocer. Esos frutos son producto esas realidades que también han influido sobre ellos y de las que no siempre estuvimos advertidos. Y es que, al final, nuestra labor formativa es cada vez más discreta, porque, como también se ha dicho, más que nuestros, son hijos de los tiempos.