“La vi de nuevo un fin de semana que estuve de paseo en Azacualpa, pero esta vez me provocó un susto estremecedor. Estaba en el rincón de siempre con sus patas bien torneadas, muy descolorida, pero firme todavía a pesar del tiempo y de los cadáveres que han descansado sobre su faz de caoba invencible antes de pasar a su última estación.
‘La mesa de los muertos’ es una de las reliquias heredadas por sus antepasados a mi suegra Adrianita Rodríguez, quien ya descansa en el regazo de la eternidad junto con su esposo Raúl Alvarado.
Ambos también fueron velados en el viejo mueble que en un tiempo servía, además, a los vivos para que compartieran sus alimentos sobre un alegre mantel a cuadros, sustituto de las sábanas mortuorias.
Azacualpa era un pueblito en el que zutano conocía a mengano y este sabía de perencejo cuando los antepasados de la familia Rodríguez velaron a su primer difunto en la mesa que, por ese tiempo, lucía revestida de barniz.
Por ser un mueble fuerte, de amplia superficie, llegó a convertirse desde entonces en el lecho fúnebre provisional de cuanto vecino llegaba al fin de sus días.
Por la mesa, cuya edad podría sobrepasar los cien años, han pasado en posición horizontal rígida incontables hijos de esta comunidad del departamento de Santa Bárbara.
Doña Adrianita ya sabía que quienes le tocaban la puerta a medianoche eran almas dolientes que llegaban a pedirle prestado el instrumento de madera para velar a un pariente.
La mesa de los muertos permanece allí desde que fue demolida la vieja casita de adobes y techo de tejas eternas de los Alvarado Rodríguez para construir una casona de amplio corredor y un galpón sin paredes anexo, con horno y hornilla artesanales incluidos.
Una mullida hamaca que invita a la holgazanería en el día cuelga bajo uno de los alerones del cobertizo, muy cerca de un techo improvisado que protege del sol y el agua a la reliquia protagonista de este relato.
El objeto de mi visita a Azacualpa en esa ocasión era compartir con familiares de mi esposa Lourdes una reunión nocturna celebrada en otra casa.
En esta participaban las almas de los parientes fallecidos, pues, entre refrescos, comida y rezos, los asistentes hacían vigilia por su eterno descanso.Como no resistí el desvelo pedí a Lourdes, en medio del convivio, que fuera a dejarme a la casona, la cual estaba sola y a oscuras.
Decidí esperar, acostado en la hamaca, a que ella regresara de la reunión en la que invocaban a los fallecidos, muchos de los que habían sido velados en la mesa de los muertos.
Comenzaba a caer una pertinaz llovizna cuando escuché pasos en el corredor que se acercaban a mí. Inmediatamente pensé en los difuntos que habían ocupado la mesa cercana, la cual en ese momento imaginé macabra.‘No hay escapatoria, son ellos, vienen por mí’, pensé erizado de terror, pero inmediatamente reflexioné sobre lo que siempre he creído: los muertos no pueden salir de sus sepulcros.Entonces agarré al miedo por los cuernos y caminé decidido a enfrentarme con los pasos.
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Al llegar a ellos me di cuenta de que se trataba de una persistente gota que caía sobre un recipiente metálico embrocado sobre el piso. Regresé más tranquilo a la hamaca, aún con el pecho palpitante, en tanto que miraba de reojo al mueble, pálido como un difunto, entre la oscurana herida por los relámpagos.
En el momento en que cerraba los párpados sentí una sacudida sobrenatural en el cuerpo que me hizo estremecer nuevamente de terror.El fenómeno era provocado por las manos de mi esposa, quien en ese instante me despertaba para que nos fuéramos a la habitación que nos habían asignado, distante de ‘la mesa de los muertos’”.