Un cuarto para las doce del mediodía del miércoles 11 de agosto. Tocamos a la puerta de la casa ubicada en la avenida Máximo Jerez del barrio La Ronda de Tegucigalpa, cerca del parque Finlay. Construcción que no escapa a la curiosidad por la verde hiedra que envuelve su fachada.
El tráfico es lento, los motores de los automóviles rugen y el sonido de las bocinas es incesante. Nos recibe Rosana, la hija mayor de la escritora hondureña Leticia de Oyuela, quien el próximo 20 de agosto cumpliría 75 años de nacimiento. Luego su padre, Félix Oyuela, saluda y nos invita a pasar al interior de la casa donde por más de veinte años compartió su vida con Irma Leticia. Al ingresar el ruido de la capital pasa a un segundo plano.
Estación primera
Primero el estudio. El sitio preferido de doña Leticia, con estantes llenos de libros y donde la escritora trabajaba y recibía sus visitas.
“Por regla general, por la mañana le dictaba a su secretaría y por la tarde, a partir de las cuatro, recibía visitas. Venían muchas personas: estudiantes, historiadores y extranjeros”, dice don Félix.
Todos los muebles son de madera, un gusto particular de la investigadora. En los estantes también reposan fotografías de momentos importantes de la familia Oyuela-Silva. Más de una docena de muñecas llaman la atención: “son ejemplares que ya no se encuentran. Las compré a coleccionistas para regalárselas a Lety, le gustaban mucho”, recuerda este abogado, y ex alcalde de Tegucigalpa, quien convivió con la escritora durante 53 años.
Pero su estudio, y toda la casa, no sólo guarda las más de tres mil fichas de las investigaciones de doña Leticia, ejemplares de sus publicaciones o parte de sus lecturas, sino también símbolos de su fe: vírgenes y ángeles. “En los últimos años de su vida se convirtió profundamente al catolicismo. Hubo una conversión total, un dejarse en las manos de Dios, era mariana”, dice su hija Rosana.
Segunda estación
El inmueble, diseñado por la misma Leticia de Oyuela, tiene espacios acogedores donde seguro sus amigos compartieron fraternales tertulias.
“Una costumbre era que cada 20 de agosto, fecha de su cumpleaños, presentaba un libro en El Museo del Hombre Hondureño y luego los amigos venían para celebrar”, recuerda don Félix.
En las paredes de la sala principal cuelgan pinturas firmadas por Miguel Ángel Ruiz Matute, Mario Castillo, Armando Lara, Julio Visquerra, Benigno Gómez, Ezequiel Padilla Ayestas, entre otros que testifican la amistad.
En el comedor y en el pequeño bar destacan más pinturas, dibujos y caricaturas. Además un mural con fotografías de Leticia con amigos y familiares. Por ejemplo: la imagen de ella y su esposo caminando por una calle de Madrid con su pequeña Rosana en 1959. Otra donde ella aparece junto con Eduardo Bähr, Filadelfo Suazo, Roberto Sosa, Tulio Galeas, Clementina Suárez, Pompeyo del Valle, Óscar Acosta y Nelson Merren. Lista de amigos a la que se unen Marcos Carías Zapata, Ramón Oquelí y Helen Umaña.
Al subir a la segunda planta por las gradas de madera es imposible apurar el paso. Otra serie de pinturas obligan a detenerse: dos desnudos y otros cuadros obra de Teresita Fortín. Entre otros como Roque Zelaya y Confucio Montes de Oca.
No sabemos cuándo todo podría cambiar: la biblioteca será donada a una institución y las pinturas pasarán a mano de sus hijos, de acuerdo a lo que comenta don Félix.
Pero el recuerdo de Irma Leticia Silva Rodríguez permanecerá intacto y su nombre ya está grabado en la historia de Honduras.