03/12/2025
03:04 AM

De paracaidista, soldado y policía a guardia de la realeza

San Pedro Sula, Honduras.

Dentro de la cacha hueca del yatagán puso dos onzas de sal y un cerillo antes de que sus superiores lo dejaran a su suerte en una montaña en el oriente de Honduras durante un adiestramiento extremo conocido como tesón.

No era la primera vez que Daniel Mondragón se sometía a una prueba para demostrar su coraje de militar, pero nunca antes había comido animales crudos como esa vez, cuando sobrevivió solo durante ocho días en aquel macizo localizado entre El Paraíso y Olancho.

Con la sal aderezaba la carne de los garrobos y cusucos que cazaba, pero el cerillo solamente le sirvió una vez para hacer lumbre.

Después de la rigurosa formación que recibió durante los 30 años que estuvo en el Ejército, ahora que es guardia en la sede del equipo Real España se siente en el paraíso.

No ostentó en su uniforme más que las rayas de sargento. Sin embargo, se siente más tigre que muchos que lucen insignias doradas, pero que ni siquiera han estado en un combate.

Comentó que ha visto a personas que exhiben en sus gorras las alas metálicas de los paracaidistas, pero que a lo mejor son compradas en el comercio porque no saben qué es un salto libre.

Mientras que él estuvo en la guerra y además ha experimentado lo que es lanzarse desde un avión en pleno vuelo porque recibió un curso intensivo de paracaidismo en la escuela de Amarateca.

No hubo necesidad de que lo empujaran para que se lanzara al vacío por primera vez, como sucede por lo general con los novatos, aunque admite que sintió temor de que el paracaídas no se le abriera.

“Estando arriba, el que manda es el aire, por eso uno no sabe dónde va caer, solo le queda tratar de manejarse con los pies”, dice.

Se enamoró del verde olivo

Había caído en el Ejército como pez en el agua después de que se vino para la capital procedente de El Corpus, Choluteca, donde se crió buscando pepitas de oro en el río. “Me enamoré del verde olivo cuando me enrolé en el Ejército por enganches de un tío”, manifestó.

Como todo recluta anduvo ocho meses en pantalón chingo y el fusil a tuto antes de vestir una fatiga, pero le gustaba aquel ambiente aunque le pusieran trole hasta por no saludar a un jefe.

Cualquier oficial podía aplicarle uno de esos castigos cuando se le antojara como uno que le decían “la vuelta al mundo” el cual consistía en girar el cuerpo, con los dedos de la mano apoyados en el suelo, hasta marearse.

Pero lo que más temía era que lo pusieran a “pensar en el diablo” porque terminaba con los codos adoloridos.

En esta penitencia, el soldado era obligado a sostenerse con los codos apoyados en el suelo y las manos pegadas a los cachetes, como si estuviera pensando. Después, cuando fue sargento, se desquitó con sus subalternos desobedientes todo lo que le hicieron a él.

Salió de los batallones a ocupar cargos de confianza, como el de guardaespaldas del entonces coronel Juan Alberto Melgar Castro, antes de que este fuera jefe de Estado.

Más que guardaespaldas, se consideraba hombre de confianza del militar porque, aunque era enojado, le confiaba aspectos de la historia de su vida, según dijo.

Recuerda que solía acompañarlo a ver a su esposa Nora Gúnera cuando esta trabajaba como maestra en Concepción de María, Choluteca, de donde fue trasladada a San Marcos.

Casi lo linchan

Por ese tiempo, si alguien había estado en el Ejército, era candidato idóneo para convertirse en policía.

Por eso, Mondragón no tuvo inconveniente en ser asignado a El Cuartelito, de San Pedro Sula como agente, al regresar a la vida civil.

Recuerda que en una ocasión lo mandaron a hacer guardia en la casa de la suegra del general Oswaldo López Arellano, que vivía en Prado Alto.

Al ser relevado en la mañana por otro agente, le entregó su arma de reglamento y se dirigió a El Cuartelito, con tan mala suerte que una turba de estudiantes casi lo linchan.

“Allí va un chafarote”, gritó uno de los estudiantes que protestaban en la calle contra el gobierno, y comenzaron a lanzarle piedras.

“Me zumbaban las piedras en los oídos y yo sin poder hacer nada porque no tenía mi pistola, pero más vale porque tal vez hubiera tirado a más de alguno”, dijo.

Ahora que es el guardia más popular entre los deportistas que practican en la sede de la Máquina, no puede ocultar que a sus 70 años sigue siendo un hombre de armas tomar.