06/03/2025
01:31 AM

Tener hermanos

Víctor Ramos

Mi hermana Silvia nació cuando yo tenía seis años y mi hermano Jorge Alberto, cuatro. Muy pocos recuerdos tengo de esos años. Si no olvido que vivíamos en una casa esquina opuesta a la del Sr. Gabriel Rivera, quien era primo de mi mamá y el padre de varias muchachas graduadas de maestras que trabajaban en la Escuela Renovación de Jesús de Otoro, como se llamaba entonces. Esa Navidad cuando desperté e intenté ponerme los zapatos me topé con un estorbo, al revisarlo encontré un pequeño juguete de caucho que mamá dijo nos los había traído San Nicolás.

El nacimiento de mi hermana de alguna manera cambió el transcurrir de mi infancia porque, por ser el mayor, a pesar de que teníamos a una muchacha como empleada doméstica que se ocupaba de nosotros, mamá me encomendó el cuidado de mis hermanos. Con Jorge había compartido cuatro años y éramos compañeros de juego, pero mi hermana pequeña necesitaba esmerada atención.

Los recuerdos de ella en su infancia aparecen más tarde.

No olvido la ocasión en que don Lorenzo Amador, quien era el padrino de mi hermana Silvia, tuvo un gesto solidario que nunca he olvidado. En la vitrina de la tienda La Moderna aparecieron unas muñecas de plástico grandes, tenían la estatura similar a la de mi hermana. Ella las vio y fue corriendo a casa, entonces vivíamos en una casa, pared de por medio con la casa de los Amador, en donde había funcionado antiguamente una destilería gubernamental de aguardiente. En el patio estaban los restos de los antiguos alambiques y los restos de los odres de cuero. Al llegar buscó a mamá y le pidió que le comprara una muñeca. Ella le explicó que los dineros de nuestra economía no alcanzaban para comprar la muñeca. Silvia, con cinco o menos años, no lo entendió y comenzó a llorar de manera inconsolable durante todo el día. Por la tarde, cuando don Lorenzo regresó de sus labrantíos y haciendas en un bien cuidado corcel escuchó el llanto de mi hermana. Intrigado le ordenó a una de las muchachas que laboraban como dependientas de la tienda para que fuera a nuestra casa a ver por qué lloraba Silvia. Él pensó que mi madre la había castigado con unos cuantos fajazos, ese era el método en que a los niños nos hacían entrar en razón. Al regresar, la muchacha le informó a don Lorenzo que Silvia lloraba porque quería una muñeca. Entonces le ordenó a la empleada que tomara una muñeca y se la llevara a mi hermana. Al recibirla terminó su llanto.

Cada 15 de enero acudían a Jesús de Otoro, con motivo de la feria del Cristo Negro de Quelala, muchos negociantes a instalar negocios en la plaza. Ahí asistían los parroquianos a jugar la lotería mexicana, comer platillos típicos y comprar achinería y ropa a precios módicos. Llegaba también el fotógrafo con una cámara que era un cajón sostenido con un trípode. El fotógrafo ponía la película dentro del cajón, una cámara obscura, y para eso se cubría la cabeza y las manos con un manto negro para impedir la entrada de la luz y evitar velar el papel fotográfico. Fuimos a tomarnos una foto de esas, los cuatro, porque Silvia aparece con su muñeca. Sentó a Silvia en una silla y a Jorge y a mí nos situó a cada lado. Preparada la cámara y metido bajo el manto negro nos dijo que viéramos al pajarito y accionó el obturador. Acto seguido puso dentro de la cámara obscura el negativo en una sustancia reveladora y después lo lavó en una cubeta con agua y pasó, siempre dentro del cajón, a hacer el positivo, que puso en una sustancia fijadora, lavó la cartulina y en el término de unos 10 a 15 minutos teníamos la fotografía.

Cuando mi hermana contaba con seis años, yo partí para ir al colegio. Luego, mi madre con mis hermanos llegó a La Esperanza dos años después y cuatro más tarde yo abandoné la casa para trabajar y asistir a la universidad.

Mi madre envió a mi hermana a estudiar en la universidad la carrera de microbiología, fue muy dedicada y se graduó sin perder ningún año.

Ahora, adulta y madre de un hijo ejemplar, Alejandro José, cada vez tiene un mayor parecido a mamá, no solo en su físico, sino en el arte de mandarnos con un espíritu maternal amoroso. Jorge y yo lo aceptamos.

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