05/03/2025
10:37 PM

Las cuatro estaciones y el regué

Víctor Ramos

Un compañero me envió un bello fragmento de “Las cuatro estaciones” de Vivaldi. La obra es el conjunto de cuatro conciertos para violín y orquesta nominados con los nombres de las cuatro estaciones del año y es una de las más populares del compositor barroco. El fragmento recibido es: “El verano”, interpretado por Mary Samuelsen, en el violín. Lo he disfrutado totalmente. Sin embargo, escucharlo me trajo a mi recuerdo un incidente vergonzoso que presencié en nuestra Universidad Nacional Autónoma de Honduras.

Había llegado, desde Alemania, procedente de una de las universidades con hermanamiento con nuestra alma mater, una delegación de chicos universitarios y profesores que venían a intercambiar ideas, opiniones y a ofrecernos sus habilidades artísticas. Entre ellos se encontraba un grupo de cámara, no recuerdo el nombre de la universidad, ni del grupo. El asunto es que los chicos, que tenían edades entre 17 y 22 años, nos dieron un concierto fabuloso, de los pocos que se pueden disfrutar en esta olvidada, por el mundo y sus alcaldes, ciudad de Tegucigalpa. Entre otras obras, porque no puedo olvidarlo, ejecutaron con maestría admirable “Las cuatro estaciones” de Vivaldi. Éramos unos cuantos espectadores en el Auditorium Central, en cuya pared de fondo se puede admirar el fabuloso fresco pintado por el pintor hondureño Álvaro Canales por encargo del rector Cecilio Zelaya Lozano, agujereado con clavos por los insensatos que cuelgan mantas y carteles en la obra. Nada nuevo porque lo mismo ocurre cuando se dan conciertos en el Teatro Nacional: los palcos reservados a los ministros y demás autoridades del gobierno permanecen solitarios; pero si vienen los Tigres del Norte no hay asientos, de esos que cuestan unos cuantos miles de dólares, que queden vacíos. Nunca he visto a un presidente de esta república llamada Honduras asistir a un concierto sinfónico en el teatro.

Vuelvo al asunto que me trajo: estábamos porque se terminara de ejecutar “La primavera”, que es la parte más popular de “Las cuatro estaciones”, cuando en la Facultad de Derecho comenzaron a sonar, de manera impertinente, una marimba y a quemar pólvora, ruidos que se acompañaban del escándalo vocinglero de los estudiantes de leyes, pasados de licor. Los chicos de la orquesta continuaron su ejecución, impenetrables a cualquier perturbación hasta terminar. De nada sirvieron los emisarios que intentaron calmar la fiesta rural de los universitarios, quienes, desde las aulas de la Casa de la Sapiencia Superior, despreciaban toda manifestación de la cultura musical exquisita que nos heredara Antonio Vivaldi y los demás genios del pentagrama.

En una ocasión, una amiga mía, abogada de formación, escribió en su página: me encanta la música clásica. Yo, entusiasmado le pregunté: ¿prefieres a Vivaldi, a Teleman o a los modernos como Satrawinsky? ¿O la ópera?, porque es lo que está a la altura de tu formación universitaria. La respuesta no me sorprendió: - no, doctor. A mí me gusta la música tranquila: regué, rock en español, baladas, inglés clásico. Le dije: - La ópera va más contigo. – Ja, ja, ja. No me gusta aburrirme.

Yo quería llorar.

Voy al supermercado y oigo esa horripilante música vulgar y, no se asombren, en una universidad de las nuestras, mientras se realizaba una feria científica, el aire del entorno estaba empapado de la música preferida del analfabeto dueño del aparato de sonido. Y no hablemos de las radioemisoras y de los canales de televisión: ni un tan solo programa de música clásica y seria.

Unos alumnos de medicina reprobados fueron al Fiscal de la Universidad a acusarme de que los obligaba a leer e ir al Teatro Nacional. El juez sentenció muy circunspecto: No lo vuelva a hacer.

¿Será que el propósito es embrutecernos cada vez más?

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