27/04/2024
08:10 AM

¿Quién controla al Gobierno?

Juan Ramón Martínez

En la medida en que el Gobierno se ha ido tornando grande y dominador se aleja de la posibilidad de que los ciudadanos lo controlen. Esto no es de ahora y, mucho menos, solo de Honduras. Por supuesto, poco a poco, a golpe de exageraciones, errores e irrespetos, el Gobierno se ha ido volviendo “odioso”, malquerido. Y dentro del esquema populista se torna, en frase feliz de Octavio Paz, en el “ogro filantrópico”, que da cosas, le toca amorosamente la cabeza a los ciudadanos, pero no disimula su superioridad, al grado que no rinde cuentas. Y cuando se intenta que lo haga, él mismo emite leyes secretas que impiden que la población pueda saber qué es lo que hacen los gobernantes.

En las confesiones del expresidente Antonio Saca, en el juicio que se le sigue por robo, se puede notar cómo algunos gobernantes buscan casi siempre el poder no para servir al público o para trascender en la historia como probos y diligentes, sino que para enriquecerse.

Los fundadores de los Estados Unidos, dentro de la concepción liberal, siempre anticiparon que el Gobierno podría llegar a ser muy fuerte y poderoso. Para evitarlo desarrollaron un concepto de Poder Ejecutivo pequeño, controlado por el Congreso–Senado (territorios) y Cámara de Representantes (ciudadanos)– y consagraron, en la posesión de armas por los ciudadanos, la garantía de que el pueblo podía defenderse de la arbitrariedad gubernamental. Nosotros tenemos un Ejecutivo que le ha quitado todas las competencias al Congreso Nacional. La última, la aprobación del presupuesto, en la medida en que Finanzas le limita esta capacidad.

Además, en la medida en que el poder se ha centralizado en forma abusiva se divide en pequeñas islas autoritarias, compitiendo unas con otras, tornándolo torpe, ineficiente pero abusivo. Sin embargo, por arrogancia disimula su superioridad, incluso en cosas pequeñas, como las referidas a atender al público, que es el que paga sus sueldos.

Un pepenador de basura de Tegucigalpa nunca me creyó que el alcalde municipal le podría llamar al teléfono para que le presentara sus solicitudes. Cuando Tito Asfura le llamó al teléfono me contó que le parecía increíble.

Nery Cerrato, exalcalde de Teupasenti y viceministro de Descentralización, no entiende de esto. Aunque fue alcalde y universitario no se ha dado cuenta de que los municipios han perdido competencias, las que solo devuelve el poder central cuando ya no puede con ellas, como es el caso del agua y los bosques.

Es notorio también en la Policía y la Fiscalía General. Aquí son muy visibles dos debilidades adicionales: la falta de control ciudadano, efectivo y real y la ausencia de vigilancia interna que valore sus resultados.

En el caso de la Policía, el control interno lo destruyó Álvarez en tiempos de Maduro, disimulándolo en espectáculos floridos en que capturaban delincuentes y los soltaban en una calle cerrada para que el Presidente participara en su “captura”. Como si fuese una alegre “cacería real” en que, en vez de ardillas y galgos, se usaban delincuentes, policías uniformados y miembros de las Fuerzas Armadas, una barbaridad.

La Fiscalía tampoco ha tenido un órgano de control por parte de la ciudadanía, por ello no podemos evaluar su eficiencia comparando los fondos invertidos con los casos judicializados (ha desaparecido la acusación privada) y los procesos en que sus actores han sido condenados, y cuando observamos la disputa entre algunas de sus unidades, peleando públicamente las escenas del crimen, rechazando los dictámenes médicos forenses, que no protegen intereses desconocidos, nos damos cuenta de que la Fiscalía se nos ha ido de las manos, que no es suficiente la Maccih –incluso con el espectáculo hormonal de Jiménez Mayor– para garantizarnos control y eficiencia. El que el fiscal Santos haya fracasado en su vengativa pretensión de meter a los políticos a la cárcel, con el respaldo de una reforma constitucional que agrede los derechos humanos, es fruto de esta falta de control.

El fiscal Chinchilla cae bien –con su cara triste que no amenaza a nadie–, pero debe dar resultados. No basta su actitud de no romper un plato, tiene que justificar lo que gasta, ya que usar el dinero sin resultados también es corrupción.