28/04/2024
02:25 AM

El blasfemo

Es típico de muchos trabajadores y oficinistas dedicarle culto al dios Baco cada sábado.

    Se llamaba Salvador y aunque era un hombre dedicado de lleno a su trabajo en una pequeña imprenta que tenía en San Pedro Sula, los fines de semana se reunía con sus amigotes a disfrutar de las bebidas alcohólicas.

    Es típico de muchos trabajadores y oficinistas dedicarle culto al dios Baco cada sábado, contar anécdotas amorosas, hablar de negocios y de futuros proyectos fabulosos porque se sienten superiores cuando están bolos. Salvador era uno de ellos.

    —Ustedes no saben lo que tengo en mente. No habrá una imprenta más grande que la mía en toda la zona norte. Las mejores imprentas las fabrican en Alemania y un día de estos van a preguntar por mí y yo voy a estar en Alemania en mis negociaciones.

    —Eso si Dios lo quiere, Salvador —dijo uno de sus amigos—. Acordate de que uno propone y Dios dispone.

    Salvador se tomó un trago y riéndose a carcajadas respondió:

    —Mira, Ovidio, no seás tan ignorante. ¿Cuál Dios? Mira cómo estás. ¿Por qué no te ayuda tu Dios? Ja, ja.

    —Eso es lo malo tuyo, Salvador. Apenas te cala el guaro comenzás a blasfemar.

    Cuando Salvador comenzaba a decir incoherencias, los amigos se iban retirando poco a poco hasta dejarlo solo.

    —Me gusta platicar con Salvador. Es un hombre muy inteligente, pero cuando comienza con sus herejías mejor me retiro.

    No sé por qué anda en esa onda apenas se emborracha. Además solo habla de grandezas, de grandes empresas y no tiene nada. Los cines son los que lo ayudan porque él les imprime los programas.

    Una mañana llegó a la pequeña imprenta un señor alto, delgado, acompañado por una señora también delgada.

    —Pues vea, señor Salvador —dijo la mujer—, queremos que nos imprima este pequeño libro que escribió mi esposo. Hemos pensado regalarlo en la iglesia a la que asistimos.

    Salvador miró el material, leyó algunas hojas y les dijo:

    —Calculo por lo que aquí está escrito que les van a salir unas ochenta páginas. Les daré los costos apuntados para que hagan sus cálculos.

    —Muy bien —dijo el hombre delgado—, regresaremos en dos días.

    Cuando los clientes abandonaron la imprenta, Salvador hizo sus reflexiones:

    —No sé por qué hay gente que gasta su dinero en esas creencias absurdas. A ver, a ver qué dicen estas páginas. Cómo conocer a Dios. Ja, ja. Esto sí que está chistoso. Bueno, yo pongo la imprenta, ellos ponen el pisto y asunto terminado.

    Me da pesar que haya gente tan tonta que cree en esas cosas de Dios. Es totalmente absurdo, pero este pistillo no lo voy a dejar escapar.

    Dos días más tarde, los clientes regresaron. La señora llevaba la voz cantante.

    —Nos parece bien el precio, don Salvador.

    Espero que haya leído ese pequeño libro que nos servirá para salvar almas. Le venimos a dejar la mitad del dinero para que comience la impresión.

    Decíamos que Salvador era un hombre trabajador y en poco tiempo terminó de imprimir el libro religioso.

    Les entregó paquetes a sus clientes que, satisfechos, acabaron de pagarle el valor de los pequeños libros.

    —Quédese con estos cinco libros para que se los regale a sus amigos —dijo el señor delgado—. Posiblemente haya almas que se salven.

    Salvador agradeció la entrega y fue hasta la puerta principal a despedir a sus clientes.


    —Cuídese —dijo la señora— acérquese a Dios. Ah... y lo felicito. Hizo un excelente trabajo.

    El sábado, como de costumbre, Salvador se fue a un expendio de aguardiente, donde se reunía con sus amigos para departir unas cuantas horas. Al calor de los tragos comenzó a decir:

    —Pues para colmo de males acabo de imprimir un librito que se llama Cómo conocer a Dios. Lo he leído de principio a fin y les voy a regalar estos ejemplares a ustedes, que también son supersticiosos y creen en esa cosa que ustedes llaman Dios. Ja, ja.

    Los amigos agradecieron el regalo y lo hojearon.

    —Deberías leer de nuevo este librito que vos imprimiste. Tal vez así se te quitan esos malos pensamientos.

    —Ja, ja. ¿No te digo? Mejor tomate otro trago conmigo y no hablemos más del tema.

    Llegó la nueva semana. Salvador se dedicó a imprimir los programas de los cinemas sampedranos y todo marchó normal. De nuevo al llegar el sábado se fue al estanco para reunirse con sus amigos. Estaban en octubre y el cielo nublado presagiaba una tormenta.

    Pidieron aguardiente y comenzaron sus acostumbradas pláticas. A alguien se le ocurrió hablar del pequeño libro.


    —Mira, Salvador, ni sabes el gran tesoro que nos has regalado. Ese libro de Dios me está haciendo reflexionar. Los estoy acompañando y no me he tomado ni un trago.

    Salvador levantó su vaso lleno de aguardiente, lanzó una carcajada y gritó:

    —Cuál Dios, ja, ja, cuál Dios. Aquí delante de ustedes le voy a hacer un reto. Si Dios existe, que impida que me tome este trago. ¿Dónde está su Dios?

    No había terminado de reírse cuando una luz fuerte iluminó el estanco y el cuerpo de Salvador cayó fulminado. Afuera se escuchó el estruendo de un trueno y comenzó a caer una terrible tormenta como jamas se había visto en San Pedro Sula. El blasfemo había recibido su castigo.

    Lo extraño es que ninguno de los presentes resultó herido. Todos cayeron de rodillas dando gracias a Dios por no haberlos tocado.

    Luego abandonaron en silencio aquel lugar y nunca más regresaron a beber aguardiente.
    Aún existen personas en la Ciudad del Adelantado que recuerdan ese suceso que dejó una gran lección para todos. Nunca se debe dudar y mucho menos retar al creador de los cielos y la Tierra.