Pastor Danny ha rescatado más de 60 pandilleros y unió en 4 horas a 2 grandes maras

El pastor Daniel Pacheco, de Rivera Hernández en San Pedro Sula, ha alcanzado un vínculo de confianza con todas las pandillas. Lo escuchan, lo respetan, ha logrado unir y rehabilitar a cientos de ellos.

Foto: Héctor Edú / LA PRENSA

El pastor Danny sostiene una Biblia mientras conversa en exclusiva con la Unidad de Investigación de LA PRENSA Premium.

jue 21 de noviembre de 2024

67 min. de lectura

San Pedro Sula, Honduras.

Sostiene la Santa Biblia entre sus manos, como un escudo invisible que lo ha protegido a lo largo del tiempo. Los recuerdos de ese día siguen frescos, como si el rostro del hombre que llegó a asesinarlo estuviera a tan solo un paso de distancia. “Lanzó una pistola 9 milímetros sobre el suelo, se desplomó y me dijo: ´Venía a matarlo´”, relata el pastor Daniel Pacheco Mejía (47), cuya imagen del joven pandillero con la mirada fija y la rabia contenida sigue viva en su memoria. El sonido del metal golpeando el suelo todavía resuena en sus oídos y el arma caída a sus pies continúa haciendo eco.

No acostumbra a llevar el libro repleto de capítulos y versículos debajo del brazo ni viste una sotana, sino un sencillo atuendo que se mimetiza con la imagen urbana de Rivera Hernández. Conoce bien el lenguaje de las calles y encontró un propósito cuando decidió que su misión sería tender una mano a aquellos que viven a la sombra de la criminalidad.

Daniel es una persona de carácter discreto y humilde, alguien que pasa desapercibido entre la multitud de rostros que habitan las colonias más peligrosas de la ciudad, y es precisamente esa conexión con las calles lo que le ha permitido hacer algo que muchos consideran un acto desafiante: haber unido temporalmente a las dos pandillas más organizadas de este país.

Objetivo de vida

No se limitó a predicar en templos, conocido en los barrios como el pastor Danny, lleva su mensaje de esperanza directamente a los territorios de las pandillas, visita sus barrios, habla su idioma y conoce sus miedos. Es de los pocos “extraños” aceptado en esos lugares donde la ley apenas alcanza, no lleva armas, solo su fe y la certeza que hay algo bueno en cada uno de ellos.

No es el típico “extranjero” que se acerca a los barrios buscando salvar a los demás desde un pedestal, se ha ganado la confianza de los pandilleros, no por sus palabras, sino por su presencia. El pastor Danny los mira a los ojos sin juzgar, les habla con un lenguaje que entienden y sobre todo les demuestra que hay algo más allá de las balas y el odio: la posibilidad de un futuro diferente.

Entre él y las fronteras territoriales de organizaciones como la Mara Salvatrucha y la Pandilla 18, por mencionar algunas, no hay barrera social. A diferencia de muchos, cruza esas líneas sin el temor tradicional, su misión es clara: unirlos y salvar a los que el mundo ya ha dado por perdidos.

$!Daniel Pacheco ha sido reconocido por agencias a nivel internacional debido a su labor social en beneficio de las comunidades.

Tiene la capacidad de hablar con aquellos a los que todos señalan como irreconciliables y hacerles ver que la paz no es solo una utopía. Su historia es una de redención personal y colectiva, nació en el mismo tipo de barrio donde ahora predica, rodeado de iguales problemas y tentaciones que enfrentan los jóvenes que se sumergen en las pandillas.

En su casa, una construcción sencilla y modesta, lejos de la presión de la calle, Daniel se siente en su refugio, aquí es donde recibe con calidez al equipo periodístico de la Unidad de Investigación de LA PRENSA Premium. Este espacio, que huele a hogar y familia, es tan diferente a los escenarios de horror que se viven en las colonias cercanas, puedo comprender que la vida de este pastor no solo se define por sus creencias religiosas, sino por su incansable lucha para salvar almas atrapadas entre el crimen.

Daniel nació y creció en el corazón de un sector marcado por la violencia y la exclusión, su juventud, plagada de retos, lo llevó a entender de primera mano la vulnerabilidad y la dureza de la vida pandillera. Sus experiencias le dejaron cicatrices y, con el tiempo, un llamado a servir en las mismas calles que una vez lo hicieron dudar de todo.

Su presencia no es imponente, pero su mirada sí: tranquila y firme, la de alguien que ha observado de cerca la guerra urbana que han librado las maras y pandillas durante décadas. Aquí, en la zona donde vive, la violencia se respira como el humo de los vehículos que pasan afuera del portón, Daniel hace lo que para otros quizá sería imposible: hablar con los “enemigos” y hacerles creer que la paz es posible.

Su misión parece estar tejida con hilos de valentía, fe y una dosis de locura necesaria para enfrentarse a lo que se cree impensable: unir a los miembros de maras, hablarles de reconciliación y hacerlos creer en la posibilidad de la redención. Es un reto que muchos considerarían insensato, pero Daniel, quien es tan vulnerable como todos, conoce el dolor y el anhelo por volver de donde nunca se debió salir.

Al principio de nuestro encuentro en su hogar y mientras se escuchaba a lo cerca una alabanza a través del televisor, sus palabras fluyen como si rememorara con calma los días de su infancia cuando todo parecía sencillo y seguro. “Mi niñez fue muy bonita”, recuerda el pastor con una voz serena, como si las palabras fueran un bálsamo para un pasado que, aunque lleno de amor, no estuvo exento de dificultades.

Desde joven, sus padres le inculcaron una fe inquebrantable, una creencia que lo llevó a compartir la palabra de Dios en lugares donde pocos se atreverían a pisar.

Travesías

Mientras acomoda su espalda sobre un sillón y cruza sus piernas, parece que se transporta en el tiempo. Nos cuenta cómo, durante un seminario de psicología compartía recuerdos de infancia con Arnold Linares, un amigo pastor evangélico y “comandante” de la zona, ambos se han protegido y cuidado las espaldas durante años. El contraste de su niñez protegida le hacía sentir una mezcla de gratitud y desconcierto por las realidades duras que otros enfrentaban.

Entre los años 2013 y 2014 hubo un hecho que marcó un antes y un después en su vida. Daniel menciona el impacto de aquella noticia como un golpe seco en el pecho, como un grito que no podía ignorar: la brutal muerte de una niña de 14 años, cortada con cuchillo, según testimonios de los hechores, y enterrada en el patio de una casa en una colonia de la Rivera Hernández.

$!Es un hombre sencillo que lleva una vida sin mayores lujos. Su hogar es una casa humilde, cada día se desplaza por las calles a pie o en su bicicleta y trabaja en un taller de ebanistería en la ciudad.

Esa tragedia, tan horrenda como un mal presagio, lo sacudió y lo impulsó a enfrentar el problema de raíz. “Era como la casa embrujada del momento,” describe Daniel, especificando la sensación de impotencia ante un crimen que, como muchos otros, quedaba impune. Fue el primer paso en su cruzada: recuperar una a una esas casas para ser centros de esperanza en su comunidad.

Medicina Forense llegó y desenterró el cuerpo de donde los victimarios habían declarado que la dejaron. La casa era una selva, un lugar de tortura para los grupos, estaba abandonada y a nadie le gustaba transitar enfrente o al lado.

Mientras el pastor Daniel Pacheco continúa relatando su historia, su mirada se pierde como si atravesara el tiempo y el espacio hasta llegar a un momento clave: aquel viaje a La Ceiba. Fue a una campaña y allá comenzó a observar de lejos la Rivera Hernández, tenía un panorama claro al no estar desde adentro.

Empezó a vislumbrar lo que necesitaba hacer, no se trataba solo de predicar por los afectados, sino de ir al núcleo del problema, enfrentarlo con valentía y dar un paso hacia la recuperación, vivienda por vivienda.

Daniel habla en voz baja, casi reverente, al detallar la claridad que sintió en La Ceiba. “Me propuse recuperar esa casa y devolverle su dignidad,” explica, inspirado por el ejemplo de Jesús en Gadara, quien, al llegar a un lugar atormentado se adentró directamente en el mayor problema que enfrentaba la tierra: un hombre poseído por demonios. Jesús no evitó la dificultad, la enfrentó.

Fue así como Daniel decidió, con ayuda de la Policía, internarse en la zona, pero las advertencias sobre los riesgos eran evidentes: no debía hacerlo solo, la situación era demasiado peligrosa. Se organizó un equipo en conjunto con la Policía Nacional y la comunidad, en una alianza que reflejaba el compromiso compartido por transformar ese lugar.

$!Proviene de una familia cristiana y ha dedicado su vida a llevar paz a las comunidades más conflictivas, incluso entre organizaciones rivales.

Mientras Daniel reseña ese momento, noto cómo sus manos, apacibles ahora, tienen las marcas tangibles de esa lucha. “El miedo con medida es bueno”, reflexiona, “pero en medio del temor es más fuerte la responsabilidad, el deseo de hacer algo, es más fuerte el sueño de mirar una comunidad mejorada, eso nos motivó y ha hecho hacer locuras”.

La casa que se propusieron recuperar se encontraba en una calle limítrofe entre dos organizaciones en guerra. Cada tarde se desataba una batalla campal con ráfagas de R-15 y AK-47 que forzaban a la gente a desaparecer de las calles desde las 5:00 pm. La colonia se había convertido en un sitio fantasma, hasta las bicicletas de los niños estaban abandonadas y oxidadas.

$!Su integridad y su profundo amor por el prójimo lo han impulsado a liberar a cientos de jóvenes atrapados en caminos sin salida, ofreciéndoles la oportunidad de construir un futuro lleno de esperanza.

Las palabras del pastor muestran la transformación de su ministerio en un escudo protector. Con la ayuda de la Policía y la comunidad, cada casa rescatada fue una victoria contra el miedo y un pequeño paso hacia una paz soñada.

Recuperaron la vivienda, donde una enorme pila de agua se modificó en una piscina para los niños. En ese espacio comenzaron a organizar juegos y actividades, sin mucho presupuesto, solo con las ganas de mirar sonrisas y revivir la esperanza.

La intensidad de su relato me deja con la sensación que en cada paso que Daniel daba en esa colonia había un mensaje profundo. No se trataba solo de un hombre recuperando casas, era una lucha por rescatar el espíritu de una sociedad que, gracias a él, empezaba a recordar cómo se vive sin miedo.

El trabajo de Daniel no terminó allí, reseña el caso de un pandillero, el primero con quien conectó en su misión de rescate. Es alguien que ya no está aquí, había recibido varios disparos en el pecho, Daniel estuvo junto a él durante todo el proceso en el hospital, ese momento crítico que también fue el más cercano a la muerte, y fue testigo de cómo milagrosamente sobrevivió a las cirugías. “Logramos sacarlo del país porque evidentemente era una víctima más”, explica, con la convicción que, más allá de la violencia, todos tienen la posibilidad de cambiar.

A pesar del desgaste emocional que conlleva su labor, el pastor no se rinde, ha aprendido a enfrentar las lágrimas y a buscar fuerzas en los momentos de duda. La tarea que ha asumido no es fácil, pero la recompensa de mirar a un pandillero dejar atrás su vida de violencia, de reconocer su error y pedir ayuda, es lo que lo mantiene.

$!Con una visión transformadora, ha convertido casas abandonadas y terrenos que alguna vez fueron lugares de entierro clandestino, en espacios llenos de vida, creando parques recreativos para las familias.

“Son los momentos más bonitos”, manifiesta con satisfacción, “cuando alguien me dice: ´Necesito ayuda, pastor´. Cuando cambian ese perfil de fuerte, eso que los cubre y la máscara que ellos utilizan”, enfatiza.

Mientras testimonia, su expresión cambia, y en sus palabras hay un dejo de tristeza y orgullo mezclados. “No miro la máscara,” asegura, “trato de mirar lo que verdaderamente son como seres humanos.”

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Muchas veces ha hecho hasta psicología consigo mismo, ya que le ha tocado mirar cosas que no había deseado observar en la vida. Externa que, a veces, el peso de todo lo vivido lo hace querer estar solo, llorar y sacar eso a través de lágrimas en busca de nuevas fuerzas.

Uno de los momentos más conmovedores de su carrera fue cuando un alto mando de una de las pandillas en San Pedro Sula lo miró a los ojos y le preguntó algo que aún resuena en su mente.

Estaba visitando un lugar apartado del sector Rivera Hernández, un sitio donde la gente de esa categoría no está a la vista de todos. Un jefe estaba acompañado de dos “soldados” que lo custodiaban, con un chaleco antibalas y una pistola 9 milímetros al cinto. Con una mirada penetrante, el pandillero le preguntó: “Pastor, alto, quiero preguntarle algo”. Daniel lo miró, esperando la interrogante que iba a seguir. Entonces, continuó: “¿Por qué usted está aquí y confía? Soy una persona mala, pastor, he hecho cosas malas”.

$!Su trabajo ha dado un nuevo sentido a sitios marcados por el dolor, devolviéndoles alegría y esperanza a través de su incansable compromiso con la comunidad.

Daniel, sin dudar, le respondió: “Mirá, el amor de Dios es más grande que todo eso”. Después de una pausa, el pandillero le confesó con sinceridad: “Cuando usted llega siento paz y comprensión”. Ese es el milagro que Daniel busca crear, un cambio en el corazón de aquellos que solo conocen la violencia.

Pacheco le recordó que él también era imperfecto, un humano como todos, un pecador con muchos defectos, pero que, a pesar de todo, creía en la capacidad de cambiar. Hoy, aquel hombre ya no forma parte de la organización, decidió retirarse, pero no fue fácil, tuvo que desaparecer, “hacer noche sin mañana” porque su posición en la mara era muy alta, se fue y nunca más se volvió a saber de él...

En la mayoría de los casos, Daniel y su equipo de trabajo comunitario han logrado que jóvenes encuentren un camino hacia la rehabilitación y que, poco a poco, logren romper con el pasado, pero durante ocasiones también han sido testigos de otro desenlace, cómo la pandilla cumplió la palabra dada.

”Yo llegaba donde el jefe o el palabrero (coordinador) de dicha organización y me decían que no tenían problema con que alguien quisiera rehabilitarse, pero que éste sabía lo que podría suceder si, en lugar de por cambiar, lo hacía solo para librarse, lo iban a matar”, apuntó Pacheco.

$!Su presencia se ha sido un símbolo de esperanza, ha logrado dialogar con grupos rivales, encontrar puntos de entendimiento y promover la unidad en lugares donde antes solo había divisiones.

Comenta uno de esos casos. Consiguió que un joven saliera de la pandilla y se le ofreciera una oportunidad distinta, logró obtener un carro pequeño para vender hotdogs y con la ayuda de un amigo le proporcionaron todos los implementos, además de capacitarlo para el negocio y lo colocaron a vender en la calle principal del sector, con la esperanza que aquel emprendimiento le diera un futuro diferente. La realidad no siempre es tan amable, testimonios de la misma gente del barrio revelaron que la pandilla a la que pertenecía lo encontró cobrando extorsión, lo que, en su código es imperdonable, y lo acribilló...

Fue entonces cuando al pastor Danny le tocó enfrentar la escena más dolorosa. Tenía dos niñas de aproximadamente nueve y seis años. “Me tocó mirar a las dos niñas correr hacia mí y exclamar: ´¡Pastor, mataron a mi papá!´, sin poder decirles nada”, exterioriza, quien solo pudo abrazarlas porque en ese momento entendió que el precio por intentar cambiar es a veces demasiado alto.

Daniel ha vivido momentos peligrosos durante sus acercamientos con las pandillas y hay uno que jamás olvidará. Todo ocurrió durante una reunión sobre el altar, era un día como cualquier otro, pero la tensión en el aire se podía cortar con un cuchillo. El lugar, una pequeña galera que servía de iglesia, estaba lleno de personas, algunas buscando consuelo, otras simplemente cumpliendo con su rutina, pero él se encontraba de pie frente a Dios y a todos los fieles guiando el servicio, cuando notó algo extraño.

Un joven, que hasta ese momento permanecía cerca de la puerta, se paró y lo miró fijamente, al principio no le prestó atención, pero algo en su mirada lo inquietó, no era común, le heló la sangre. Sus ojos no reflejaban la misma calma que los demás, su concentración estaba puesta en algo más, su instinto le dijo que algo no estaba bien, así que, sin pensarlo mucho, lo miró directamente y lo llamó al frente.

Lo observó caminar hacia él con pasos firmes, pero su rostro estaba marcado por enojo y furia, se notaban en su expresión. Cuando llegó hasta donde él estaba, lo miró con una intensidad que podría haber derretido el hierro. Durante ese momento sintió un impulso irrefrenable de acercarse a él, de hacerlo sentir que no estaba solo, que había algo más grande que la rabia y el sufrimiento que lo consumían. Daniel se bajó del púlpito y, con el corazón acelerado, lo abrazó, lo sintió tenso, como si todo su cuerpo estuviera a punto de estallar, pero en medio de ese abrazo le dijo lo que su corazón sentía, con toda la sinceridad que pudo: “Por encima de todo, yo te amo”.

El enojo que lo había acompañado hasta allí se desvaneció como si nunca hubiera existido. De repente, el joven se desplomó, cayó de rodillas sobre el suelo, ante sus ojos, sacó una pistola 9 milímetros, la puso sobre el piso y, con voz quebrada le expresó: “Yo venía a matarlo”. Daniel lo miró y le respondió con una tranquilidad: “No, papá, no es cuando usted diga, lastimosamente”.

Otra vida

Cuando Daniel les habla de esperanza y de una vida sin violencia a menudo no le creen, pues para ellos la violencia es lo único que conocen, es el aire que respiran, es lo que ven todos los días, no saben hablar de otra cosa, como si fuera algo que no tiene cabida en la realidad de sus vidas.

Uno de los principales objetivos, lo que mueve a Daniel todos los días, es que se valoren a sí mismos, que comprendan que son mucho más de lo que la vida les ha mostrado y que hay un futuro esperando por ellos, solo si se atreven a creer en el. Su meta no es solo darles un mensaje de esperanza, sino hacer que ellos lo vivan, que lo sientan en su piel y que entiendan que su valor no depende de las calles, de las pandillas ni de la violencia.

$!Ha hecho de su misión personal una labor incansable de restauración, no solo del espacio físico, sino del espíritu de la gente.

Cada paso que da, cada palabra que pronuncia y cada gesto que hace llevan una estrategia. Cada encuentro en la calle, cada partido de fútbol y cada cita con ellos están cuidadosamente planeados. No se trata de hablar por hablar ni de dar consejos vacíos, todo está coordinado, pensado y analizado, porque sabe que solo con acción y constancia se puede romper el ciclo en el que están encerrados.

El pastor Danny confiesa que ellos siempre los han puesto a prueba, cada vez que creen que pueden torcerlo con lo que tienen. Durante un encuentro entre los años 2015 y 2016 en el centro penal de la ciudad, habló con un alto mando de una de las organizaciones más fuertes del país. Era un hombre imponente, de casi 70 años, veterano de guerra, un tesón de la armada militar y graduado de la universidad de una carrera vinculada al mercadeo.

Su presencia era de alguien que había vivido y conocido muchas batallas. Se sentó frente a él, la conversación comenzó de manera cortés, pero rápidamente se tornó a algo mucho más directo y personal. Lo miró fijamente y, con una calma que solo da la experiencia, le compartió: “Pastor, queremos regalarle un buen carro para que ande tranquilo”.

$!Se ha dedicado a trabajar directamente con pandilleros, acercándose a ellos sin prejuicios, buscando entender sus historias y los caminos que los llevaron a la violencia. Para él, cada uno de ellos es una vida con potencial de cambio, alguien que necesita ser escuchado y guiado.

Daniel sabía a lo que se refería, entendía bien qué tipo de oferta le hacía, no era solo un carro, implicaba mucho más, algo que venía con un precio incluido. No dudó ni un segundo en responderle: “Mirá, te agradezco con toda el alma, pero prefiero hacer las cosas bien y como pueda”. La respuesta que le dio no sorprendió, era lo que esperaba, pero el tono fue más tajante: “Lo que pasa, es que usted piensa que se lo vamos a dar de dinero sucio, pero tenemos empresas”.

Daniel lo miró, sin perder la calma, y le respondió: “Lo sé, pero te explico, creo en Dios y en su misericordia, no sé si me comprendés, no hablo de ustedes, sino de mis creencias”. La conversación se volvió como si ambos estuvieran midiendo las palabras, finalmente, asintió, le dijo que lo entendía y que estaban bien.

Desde ese momento hasta la fecha su palabra ha sido la misma. “Si les pido una persona que tienen secuestrada o si la familia viene y me contacta a tiempo, puedo decirles que me la entreguen. La última víctima me la dejaron a la vuelta de una despensa, ya la habían violado, y ahora está fuera del país con su familia, lastimosamente a su hermano ya lo habían matado, no llegué a tiempo para él”, lamentó el predicador.

Lecciones

Cuando expresan su odio hacia la sociedad, Daniel les expone que los entiende, que él también tiene sus descontentos, que hay muchas cosas del mundo que no le gustan y que no está de acuerdo con el estado actual de las cosas, pero también les recalca que, aunque siente esa misma frustración, nunca tomará un arma para resolver. Les plantea que siempre existen otras maneras de enfrentar esas injusticias y que, como ellos, tampoco tiene fe en el Gobierno ni en los que han pasado.

Daniel sigue en contacto con las familias, con esos niños que, a pesar de sus orígenes siguen siendo parte de su vida. En su correo electrónico conserva fotografías que le recuerdan lo que han compartido: “Sigo en contacto con sus familias, con sus hijos, tengo imágenes donde estoy con niño, le compro un jugo y es el hijo de una persona peligrosa”, indicó.

$!Él cree firmemente en el poder de la segunda oportunidad y ha hecho de su vida un ejemplo de que el cambio es posible, a través de la restauración de cientos de personas.

A lo largo de los años, Daniel y muchos jóvenes ahora retirados han construido lazos fuertes, una conexión profunda que ha ido más allá de las palabras.

Ha aprendido tanto de ellos durante sus conversaciones. Cuando hablan, Daniel crea un esquema a alta velocidad en su mente, casi como si fuera un psicólogo improvisado.

Durante minutos trata de entender quién es esa persona, su entorno, vida, niñez y pasado. Es un proceso rápido, casi instintivo, mientras escucha arma un mapa mental de su historia y de las huellas que sus experiencias han dejado en ellos. Es lo que un psicólogo normalmente haría durante la consulta de una hora, pero él en cuestión de minutos intenta captar la esencia de quién está enfrente.

Hermandad

Este respeto que ha logrado ganarse durante los años no es algo que muchos entiendan, pero dentro de los círculos más duros es de los pocos a los que realmente respetan. Unos posiblemente lo vean como un gran líder espiritual o consejero y otros como casi un jefe o un padre, que no los juzga.

Es el único que en este país ha logrado unir, fuera de sus territorios de control y las cárceles, a las dos maras estructuralmente más grandes a nivel nacional, lo hizo a través de un partido de fútbol que organizó durante el año 2019 en una de las colonias de la Rivera Hernández; duró alrededor de cuatro horas.

Fue una triangular peligrosa y una de las jugadas más arriesgadas de su vida. Ambos grupos, históricamente enemigos, se sentaron a la mesa bajo su palabra, no hubo contrato ni promesas escritas, solo la palabra, y en este mundo eso significa todo. Cuando las pandillas y la Policía aceptaron su mediación, supo que tenía una oportunidad para algo más grande, y fue así como el fútbol, algo tan simple, se convirtió en el escenario para la paz, aunque fuera momentánea.

Daniel hizo un trato con los altos mandos de ambas pandillas desde los centros penales, todo nació desde allí. “Les di psicología inversa sobre la realización del partido, y aunque al inicio me dijeron que no, de alguna manera les toqué el ego, les enfaticé que un buen líder cuida a su barrio y colonia y que la gente necesita mirarlos, que si ellos eran amables, la gente también los iba a cuidar junto a los suyos y les iba a ser fiel”, señala el pastor.

Daniel les confesó que en ese encuentro también estaría la Policía, con quien hizo un trato especial: aunque uno de los muchachos tuviera 10 órdenes de captura durante ese momento, no podría ser capturado. “Con la Policía fue diferente...”, confió escuetamente el pastor, al hacer alusión sobre cómo fue el convenio. Los detalles, aunque se revelaron al equipo periodístico, a petición de Mejía Pacheco fueron omitidos públicamente.

Para este encuentro de fútbol, la Policía llevó refrescos, jugos y palomitas de maíz para los niños. “Desde el centro penal me llamaron y me dijeron que tenían un problema, osea, ninguno de los muchachos quería puntear (vigilar) ese día por estar en el evento deportivo. Entonces, les hice ver que para qué iban a puntear si allí iba a estar toda la Policía, que también habrían otros miembros de organizaciones, entonces expusieron que confiaban en mí”, indica Pacheco.

Lo más memorable que el pastor Danny revive de ese momento fue cuando miembros de las dos bandas rivales se estrecharon la mano sobre el campo de juego. Como anécdota, cuenta que a dos o tres de ellos tuvo que llamarlos la atención y les advirtió que los reportaría si no mantenían una actitud adecuada.

“Una cosa que tienen las estructuras es que hay jerarquías. Cierta vez, un pastor amigo mío me llamó preocupado preguntando si estaba bien, pues había escuchado que me iban a matar”, cuenta a este medio de comunicación.

Al parecer, uno de los jóvenes se cuestionaba si el pastor Danny estaba realmente con ellos o con otros grupos, lo que consideraba suficiente motivo para matarlo. Ante esto, Daniel hizo una llamada hacia el desaparecido centro penal de San Pedro Sula, y con tono molesto reclamó preguntando a la otra persona del otro lado del teléfono: “¿Acaso soy un pandillero o alguien de ustedes?”, dejando claro que él siempre ha estado a favor de la vida de cualquier ser humano. Le recordó que había puesto su pecho por ellos, incluso frente a las armas.

Quien atendió la comunicación desde el presidio no entendía lo que sucedía, así que le pidió al pastor Danny que fuera directamente donde el joven que aparentemente intentaba quitarle la vida y que, al llegar, le pasara el teléfono.

Eran cerca de las 11 de la noche cuando Daniel tomó su bicicleta y, al ingresar al lugar, considerado de alto riesgo, miró a aquel joven. Se acercó a él, éste reaccionó sorprendido, lo saludó, pero con cierto rechazo. Daniel sacó su celular y le dijo que alguien lo llamaba, aunque aquel muchacho no quería contestar. “Conteste... conteste el teléfono...”, recordó Daniel que le advirtió sigilosamente.

Cuando el joven finalmente tomó la llamada, se escuchó decir: “Ajá, homie (compañero), disculpe, sí, entiendo”. Fue entonces cuando Daniel aprovechó para refrendarle que no era uno de ellos ni de ningún otro grupo, que nadie lo mandaba ni lo gobernaba.

Daniel ha ayudado a personas que formaban parte de las maras y pandillas en Honduras, de todos los niveles posibles. Aunque otros tantos fueron rehabilitados, con el tiempo volvieron a los grupos delincuenciales, pues el Estado no cuenta con un lugar adecuado ni los mecanimos para reinsertar.

Daniel se ha ganado el respeto de todas las agrupaciones gracias a su integridad y honestidad, aunque admite que siempre está siendo vigilado. Su influencia no se limita a la Rivera Hernández, se extiende a las maras y pandillas tradicionales, así como a las independientes, abarcando también sectores como Los Cármenes, Chamelecón y algunas colonias de Tegucigalpa y La Ceiba.

Cierta vez, unos pastores amigos suyos en Tegucigalpa le informaron que una organización extorsionaba a las iglesias e incluso había cerrado un kínder. Daniel decidió intervenir, llamó a un centro penal y les explicó la situación. Tras escuchar su versión, le dieron la razón y le pidieron que se dirigiera a la zona, le indicaron que, al llegar, los llamara para tomar las medidas necesarias.

“Estaba como a media hora de llegar a Tegucigalpa cuando recibí una llamada, me pidieron conversar, pero para entrar a cualquier lugar uno siempre tiene sus mecanismos”, dice. Al final se resolvió el problema.

Daniel trabaja para rescatar a jóvenes de las pandillas desde el año 2014 y ha logrado rehabilitar completamente a unos 60, junto con sus familias. Muchos de ellos ya han salido del país, algunos lideraban comunidades enteras o ya habían escapado de la zona de control, desde donde continuaban dando órdenes.

“He sido durante mucho tiempo la persona que ellos escuchan, no les llevo ninguna acusación porque no soy quién para juzgar, no es que me guste el peligro, pero siento que allí es donde está la clave, pues si tengo un ´enemigo´, tengo que conocerlo”, reflexiona.

Daniel utiliza un pasaje de la Biblia como parte de su estrategia. En el tiempo cuando David fue rey de Israel, el pueblo de Dios no forjaba hierro, eran personas del campo, no guerreros. El único que portaba espada y coraza era Saúl, pero su estatura era imponente, tan grande que todos le llegaban al hombro. Saúl le pidió a David que enfrentara a Goliat, un líder militar experimentado, pero David, sin conocer las armas de su enemigo, recogió cinco piedras del arroyo y, con una puntería certera, disparó a un punto vulnerable en el casco de Goliat, donde no estaba protegido.

“He aplicado eso para mí, si estoy cerca de mi ´enemigo´, hago que no me vea como tal. Ya he tenido luz verde de personas que me han querido quitar la vida, pero siempre Dios ha estado conmigo. Un ejemplo, alguien cerca de acá quiso hacerlo, pero hubo un varón que se interpuso y dijo, no”, añade, con mucha paz en su corazón.

Daniel mantiene contacto las organizaciones en San Pedro Sula, se mantiene actualizado de quiénes entran y salen, está informado de lo que pasa adentro y de cómo evolucionan.

Aunque la Policía ha intentado extraerle información clave para el curso de sus investigaciones, no ha sido posible. “Ya no estuviera con vida, para empezar, además, trato de no saber más allá de lo que me interesa, eso me protege, lo que no me interesa no lo pregunto”, agregó.

Toma su Biblia, como quien empuña la última esperanza de un mundo que todavía se puede rescatar, y mientras su figura se difumina, uno no puede evitar preguntarse si, al final, el verdadero milagro no es salvar una vida, sino lograr que tantos lo hagan a la vez. Porque lo que Daniel hace no se mide durante días ni años, es un ciclo sin fin, una batalla sin tregua, una guerra que se lucha con lo único que la vida le ha dejado a los más vulnerables: la capacidad de elegir, de cambiar y de renunciar a lo que ya no sirve.

Al cierre de nuestra visita en su casa, el pastor Daniel, con el rostro marcado por años de trabajo y el peso de una misión altruista, se queda unos segundos más mirando la calle, no parece observar solo el polvo ni el concreto, su mirada es profunda...