Como se puede ver en el libro bíblico que lleva su nombre, Dios le habló y le dio varios mensajes a través de visiones.
Por su paridad con nosotros, una de estas visiones resalta a la vista. La Biblia la presenta así: “Yo, Isaías, vi a Dios sentado en un trono muy alto, y el templo quedó cubierto bajo su capa… Vi además a unos serafines que volaban por encima de Dios.
Cada uno tenía seis alas: con dos alas volaban, con otras dos se cubrían la cara, y con las otras dos se cubrían de la cintura para abajo. Con fuerte voz se decían el uno al otro: ‘Santo, santo, santo… el Dios del universo; ¡toda la tierra está llena de su poder!’. Mientras ellos alababan a Dios, temblaban las puertas del templo, y este se llenó de humo.
Entonces exclamé: ‘¡Ahora sí voy a morir! Porque yo, que soy un hombre pecador y vivo en medio de un pueblo pecador, he visto al rey del universo, al Dios todopoderoso’” (6:1-5 TLA).
Aquí vemos a Isaías contemplando inmediata y directamente el trono de Dios, a Dios mismo y a algunos seres angelicales que lo enaltecían.
¿Cuál fue su respuesta a todo esto? Una expresión que reflejó su realidad, es decir, lo que ocurría verdaderamente en su interior. “Ver a Dios le dio a Isaías ojos para verse a sí mismo: Inmundo. Muy aculturado en la inmundicia de su entorno. Todo menos santo” (K. Potter).
Y yo me pregunto, ¿no será esta la razón por la cual nosotros rehusamos ver a Dios (buscarlo)? Si continuamos leyendo, nos daremos cuenta de que Isaías no murió al ver a Dios, al contrario, recibió vida: “Esta brasa ha tocado tus labios.
Con ella, Dios ha quitado tu maldad y ha perdonado tus pecados” (Isaías 6:6 TLA).
Eso mismo sucederá con nosotros si le dejamos tocar nuestro corazón hoy.