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El silencio de Dios

  • 25 agosto 2023 /

Cuenta una antigua leyenda noruega, acerca de un hombre llamado Haakon quien cuidaba una ermita. En ella había una cruz muy antigua. Muchos acudían ahí para pedirle a Cristo algún milagro. Un día Haakon quiso también pedir un favor. Se arrodilló ante la cruz y dijo: “Señor, quiero padecer por ti. Déjame ocupar tu puesto. Quiero reemplazarte en la cruz”. Sorprendentemente, el Señor abrió sus labios y respondió: “Siervo mío, accedo a tu deseo, pero con una condición, suceda lo que suceda, debes guardar silencio siempre”. Haakon contestó: “¡Lo prometo, Señor!”. Y se efectuó el cambio. Nadie advirtió el trueque. Y el ermitaño por largo tiempo cumplió el compromiso. A nadie dijo nada.

Pero un día, llegó un rico y después de haber orado, dejó olvidada su cartera. Haakon lo vio y calló. Tampoco dijo nada cuando un pobre, que vino dos horas después, se apropió de la cartera olvidada. Ni tampoco dijo nada cuando un muchacho llegó para pedirle su gracia antes de emprender un largo viaje. Pero en ese momento volvió a entrar el rico en busca de su billetera. Al no hallarla, pensó que el muchacho se la había apropiado. Justo cuando el rico iba a arremeter furiosamente contra él se escuchó una voz que dijo: “¡Detente!”, era Haakon que no había podido permanecer en silencio, explicando seguidamente lo que había sucedido.

Cuando la ermita quedó a solas, Cristo se apareció a su siervo y le dijo: “Baja de la cruz. No sirves para ocupar mi puesto. No has sabido guardar silencio”. “Señor”, dijo Haakon, “¿cómo iba a permitir tal injusticia?”.

El Señor le respondió: “Tú no sabías que al rico le convenía perder la cartera, pues llevaba en ella el pago de un asesinato. El pobre, por el contrario, tenía mucha necesidad de ese dinero. Y en cuanto al muchacho que iba a ser golpeado, sus heridas le hubiesen impedido realizar el viaje y morir en él. Ahora, hace unos minutos acaba de zozobrar su barco y él ha perdido la vida. Tú no sabías nada. Yo sí. Por eso callo”. Conclusión: el divino silencio está destinado a convencernos de que Dios sabe lo que hace. En su silencio él nos dice con amor: “Confiad en mí”.