Mientras algunos observadores sostienen que el régimen actual de China es totalitario, así, sin más, otros afirman que se trata de un nuevo totalitarismo con el que la humanidad no se ha topado todavía. Un totalitarismo que muestra flexibilidad y adaptabilidad en lugar de rigidez absoluta, de ahí que hablen de “totalitarismo receptivo”, o “adaptativo”. Otros califican a China como “autoritario”, “régimen comunista” o “dictadura”, mientras los más críticos no dudan en llamar “fascista” al régimen chino. El debate en curso muestra las dificultades para definir a un país que se ha convertido en la segunda economía del mundo, una nación en torno a la cual se están redefiniendo conceptos –incluidos “democracia”, “derechos humanos” o “sociedad civil”, entre otros– que hasta no hace mucho parecían inconfundibles.
Durante la era de Mao Zedong (1949-1976), los autores occidentales describían a China como un estado totalitario, la izquierda veía con benevolencia el nacimiento de esta nueva nación y aceptaba el término de dictadura, pero del proletariado. Hasta las políticas de reforma adoptadas por Deng Xiaoping en 1978, tras la Revolución Cultural, el Partido Comunista chino (PCCh) defendía el ideal maoísta de la revolución mundial. Hoy, el PCCh ha dejado atrás aquellos compromisos ideológicos. Y se ha centrado en políticas nacionalistas y en la apertura económica de la mano de su capitalismo de Estado. Desde su ascenso al poder en 2012, el “pensamiento Xi Jinping” es la nueva doctrina oficial del régimen, en la que el PCCh ha vuelto a estrechar su control y “lo dirige todo”. Tras abolir el límite de los dos mandatos, Xi podría convertirse en presidente vitalicio para cumplir su promesa del “rejuvenecimiento”, la “reunificación nacional” y la realización del “Sueño Chino”.
Apela así al sentimiento nacionalista para corregir una anomalía histórica. Esta anomalía, que la propaganda oficial china presenta como el “siglo de la humillación”, tiene sus raíces en la primera Guerra del Opio (1839-1842) y marcó el inicio de un siglo de derrotas militares ante Occidente y Japón, tratados desiguales, concesiones territoriales y malestar social que culminó con la caída de la dinastía Qing. Así, la base del nacionalismo actual tiene como objetivo el restablecimiento del país como potencia mundial y zanjar de una vez por todas la herida de la humillación del pasado.
Se han trazado muchos paralelismos entre Xi Jinping y Mao Zedong, y a pesar de los análisis que ven similitudes en el poder absoluto y omnímodo de ambos, esta comparación no es del todo acertada. Xi Jinping toma las riendas del PCCh en un momento tumultuoso dentro de sus filas. En los años anteriores a la llegada de Xi al poder, en 2012, las distintas estirpes del PCCh que desde 1978 habían compartido el poder en el seno del Comité Central del Politburó, se enfrascaron en luchas fratricidas. La aparición de un “hombre fuerte” para dirigir el país surge entonces de la necesidad de unidad del partido, de estabilidad política, del reto de resolver las contradicciones internas de su sociedad y de hacer frente a los crecientes desafíos externos, entre ellos, su creciente rivalidad con Estados Unidos. Por lo tanto, la eliminación de la “pluralidad política” en la cúpula del PCCh y el creciente control sobre la sociedad china responde a las necesidades de una época mucho más compleja que la de Mao o de la Guerra Fría. Aunque el PCCh goza de cierta legitimidad por el desarrollo económico de las últimas décadas y el cumplimiento de ciertas tareas históricas, sigue siendo muy cuestionado y desafiado por una sociedad que tiene renovadas necesidades en cuanto a libertades políticas e intelectuales, inherentes a una creciente clase media de 400 millones de personas –un tercio de su población– y a un sector privado que representa casi la mitad de su economía. Por ello, el PCCh reprime la crítica política y la disidencia en nombre de la estabilidad política y la armonía social, nociones que se presentan como la garantía para el cumplimiento del contrato social entre el partido y el pueblo. Desde que Xi asumió el poder, el número de defensores de los derechos humanos, disidentes y voces críticas, incluidos abogados y activistas, que han sido detenidos y condenados a prisión ha superado con creces el de los dos líderes precedentes. Estas políticas represivas han logrado contener, en gran medida, las voces disidentes en China.
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