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Vida y muerte

  • 02 noviembre 2022 /

Los pasados días 1 y 2 de noviembre, los católicos hemos celebrado el Día de Todos los Santos y el Día de los Fieles Difuntos, respectivamente. Dos tradiciones que suelen fusionarse e incluso confundirse, y que tienen en la base un mismo génesis, fuerte y poderoso, la trascendencia. El ser humano es un ser religioso por naturaleza, el hombre posee la conciencia de que él existe, algo que no comparten el resto de los animales. Dicha conciencia de su propia existencia le hace preguntarse por su propio origen y, en consecuencia, por su fin último y propósito. Es aquí donde el hecho de trascender (ir más allá de los límites naturales) y no solo de existir, toma una ruta fascinante, la religación. Y es que en su afán por comprenderse a sí mismo, la humanidad amplió el horizonte de comprensión de la propia realidad. A lo largo del tiempo, las distintas culturas con sus respectivas creencias han descubierto y creado distintas sendas, maneras y formas de alcanzar la trascendencia por medio de la religión, que es la aceptación de que el mismísimo origen humano no se encuentra en este mundo y, por lo tanto, su meta final tampoco. Pero todo esto, ¿qué tiene que ver con los santos y los difuntos? Para algunos estudiosos del fenómeno religioso, el ser humano se abrió a la trascendencia, por primera vez, precisamente por la muerte, y esto lo confirman la antropología y la arqueología moderna. Al estudiar los restos de cuevas o sitios, que fueron en la antigüedad recintos funerarios, nos damos cuenta cómo muchas sociedades primitivas en sus distintas ramas, ya fueran sapiens- sapiens, neandertales o desinovanos, compartían una misma inquietud, honrar a sus muertos. En las tumbas primitivas pueden encontrarse lanzas, pieles, flechas, adornos o utensilios domésticos, todo signo de que para ellos la muerte no era el final y que en su intuición religiosa existía la posibilidad de trascender, de ir más allá, y en consecuencia también se abrían al encuentro con una existencia superior, que le diera sentido a su propia existencia, alguien a quien hoy llamamos Dios. Para muchos, esta intuición religiosa no es más que el esfuerzo inútil del hombre por encontrarle sentido a lo absurdo de su propia vida, condenada al sin sentido de la muerte. Pero para los que tenemos fe es la confirmación de que no creemos en algo inventado y que la vida no es otra cosa que la ruta hacia el encuentro con aquel que se ha revelado a nosotros por amor, pues por nuestras propias fuerzas no podríamos creer en alguien tan grande. Como cristianos, nuestra meta es Dios y la trascendía se llama resurrección, para vivir junto a él por toda la eternidad. Creemos que algunos ya han alcanzado esa meta, por ello celebramos a los santos. Y como no poseemos la certeza de que todos han llegado, ofrecemos oraciones y sacrificios por los que han emprendido el camino a casa, pues como dice el libro de II de Macabeos, ofrecer sacrificios por los difuntos carece de sentido, solo para aquellos que no creen en la resurrección de los muertos (II Macb 12, 45).