Los humanos tenemos una tendencia innata a querer progresar, a mejorar, a desarrollarnos, a estar mejor. La evolución forma parte de nuestra manera de ser y también de la manera de ser en cristiano. Aquellas personas que se estancan, aquellas sociedades que no se mueven, quienes viven en el pasado y no aceptan las mejoras, son mirados con recelo por el conjunto. ¿Cómo estar en contra de las mejoras? ¿Cómo se puede entender que alguien no quiera avanzar? Así cuestiona Enrique Lluch Frechina.
En estos momentos la idea más arraigada del progreso tiene que ver con tener más bienes y gozar de más servicios. En esencia, que antes se vivía peor porque teníamos menos cosas, pero que ahora se ha progresado gracias a que disfrutamos de muchas más posesiones.
Esta idea de progreso tiene dos consecuencias que quiero remarcar aquí. La primera es que es profundamente insatisfactoria. El hecho de que todo pase a ser necesidad y de que para progresar tenga que tener cada vez más, nos lleva a una insatisfacción vital continuada: nunca estoy a gusto con lo que tengo, siempre necesito algo más y debo utilizar mis energías para conseguirlo.
En segundo lugar es una idea de progreso que está en el límite opuesto de lo que es la sabiduría cristiana (y también la de otras corrientes filosóficas). En estas, la sabiduría y el progreso se logra, precisamente, cuando se alcanza la meta contraria, es decir, la de necesitar cada vez menos cosas. El progreso personal, pero también el comunitario, se alcanza cuando somos capaces de vivir con menos, de no estar preocupados por el qué comer o el qué beber, sino por las cosas importantes de la vida que tienen que ver con las personas y no con los objetos o las posesiones.
Por ello debemos aprender a cambiar nuestra concepción de progreso y a ver que este se da, no cuando se tienen más cosas, sino cuando somos mejores personas y nos encontramos ante una sociedad más justa y fraterna.
En estos tiempos de pandemia tenemos más que obligación de necesitar menos...