03/05/2024
12:33 AM

Me lo contó el barbero

Renán Martínez

Sabemos que el peluquero, o peluquera, es una persona que se dedica a cortar y arreglar el cabello, barba, cejas y bigotes a sus clientes. Sin embargo, mi barbero, Gerardo Borjas, considera que es algo más que eso por las experiencias y la interconexión que mantiene con personas de diferentes caracteres y culturas a las que brinda sus servicios.

El barbero o fígaro debe estar bien preparado para enfrentarse verbalmente a cada uno de sus clientes porque los hay afines a la política, a los deportes y a temas de cultura general.

“Hay que tener mucho cuidado para no entrar en controversia con ellos, porque algunos son obcecados y se corre el riesgo de perderlos como clientes, a excepción de aquellos con los que se tiene mucha confianza”, dice Gerardo. Es lo mismo que sucede con simpatizantes de determinado candidato político con el que se obsesionan sin importarles si es o no el más conveniente para el país. Estos prosélitos ni siquiera conocen la ideología o el ideario de su partido o movimiento político. El peluquero citó el caso de un profesor que defendía a capa y espada el sistema socialista, pero cuando él le preguntó cuál era el verdadero nombre del Che Guevara y cuál era su profesión, no supo contestar. Si no sabía eso tan elemental del icónico guerrillero, es de suponer que no había leído tampoco sobre “El capital” de Karl Marx. De tal manera que además de saber rapar y afeitar, un buen barbero debe tener un mar de conocimientos aunque sea con una poca de profundidad a fin de poder dialogar con legos, letrados, fanáticos y desapasionados. En términos figurados debe ser, además de amigo, psicólogo, confidente, entrenador de fútbol, analista político, asesor financiero, terapeuta, en fin, un “todólogo”.

En cierta ocasión llegó a la barbería un técnico automotriz muy preocupado porque tenía en su taller el carro de un cliente exigente al que no hallaba la falla por mucho que le buscara con su larga experiencia en el oficio. Gerardo notó mucha tensión en su cliente y en vez de ahondar en su angustiosa plática, le habló de otros temas alejados del problema. Al día siguiente el mecánico lo llamó para contarle, alegre, que ya había logrado reparar el vehículo. Lo que le estaba faltando era relajarse y la plática del barbero le había ayudado mucho en eso.

María Elena Rivera, una de las pocas mujeres que se dedican a la barbería en San Pedro Sula, tuvo una experiencia diferente. Una noche la llamaron a su casa para que fuera a rasurar a un conocido personaje de la ciudad, asiduo cliente suyo, con quien compartía pláticas sabrosas. Esa llamada no tenía nada especial pues María Elena también suele atender clientes a domicilio. El caso fue más bien tétrico, pues esta vez la persona a la que iba a afeitar acababa de morir tras una larga enfermedad. Para ella fue la forma más extraña de despedir a un cliente y amigo, pues ya no escuchaba sus bromas y ocurrencias cuando lo estaba rasurando.

Antes de la pandemia la peluquería “María Elena” estaba en el centro de la ciudad. Allí llegaban empresarios, periodistas y locutores a quienes la barbera no solamente les cortaba el pelo, sino que también hacía gozar con sus bromas picarescas.

El único incidente desagradable que ha tenido en su vida de peluquera fue el que le ocurrió cuando, por un descuido, le cortó un pedazo de oreja a un ingeniero. Pero no fue culpa de ella, sino del cliente, quien se movió bruscamente mientras dormitaba. Por eso él no se enojó, más bien bromeó al despedirse: “Mañana vuelvo para que me empareje la otra oreja”. En efecto, siguió llegando, pero prefirió platicar a dormirse en el sillón giratorio en el que se han ventilado tantas historias.

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