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Lectores

  • 24 noviembre 2020 /

Víctor Meza

Los buenos y asiduos lectores, dicen los que saben, cada vez leen menos. A cambio, releen más. Releer es un arte, además de un placer. Volver a leer los viejos libros, recrear la ilusión, concentrarte en los párrafos señalados, descifrar el oculto sentido de un signo interrogante…en fin. ¡Vaya placer!

Ahora, condenado al silencio relativo y al inevitable inmovilismo físico, he acudido, con vocación de discípulo obediente, a los anaqueles de la biblioteca para buscar los textos olvidados. Descubro, con placer de adolescente, que hay libros que debería releer, volver a revisar sus antiguas páginas subrayadas, sus índices provocadores y, de pronto, descubrir viejos conceptos, olvidadas ideas, antiguos sueños. Releer es una forma de navegar, como escribió el poeta Nicolás Guillén “(...agua del recuerdo/ voy a navegar…)”, una suave manera de refugiarte en olvidados ideales, en una forma distante de recordar… Releer es sumergirte en el olvido, una dulce forma de reconstruir pensamientos, articular ideas, rehacer ilusiones, amoríos, pasiones y ensueños…

Por ejemplo, releo al viejo disidente Bukovsky y renuevo mi admiración envidiable por su valiente persistencia en la lucha por la libertad en la antigua Unión Soviética de mis años estudiantiles. Vuelvo a ver las páginas olvidadas de las impactantes memorias de Ilia Ehrenburg, justo cuando escribió su tardío testimonio de “El deshielo”, o, con el corazón doliente, releo a Arthur London en “La Confesión”, libros básicos que moldearon mi dolorosa decepción y mi tristeza permanente por aquellos viejos y encantadores ideales.

Estos son, algunos, de los libros que me acompañan y aligeran los momentos lluviosos de este valle. Les amo y respeto con venerable vocación de lector que, consciente de su propio conocimiento y sabiduría limitada, se sumerge, discreto y silencioso, en las aguas interminables de las letras impresas y los textos luminosos.

Y ahora, con la paciencia del lector discreto, reviso los empolvados libros y pienso en mis hijos, en aquellos que habrán de leer estos textos o que, al menos, habrán de conservarlos con la devoción del padre y la discreta dulzura de quien ama y respeta la letra publicada. Para ellos, leer estos libros será, estoy seguro, una forma de comunicación silenciosa conmigo, es decir con el padre desaparecido que todavía los alienta e invita a seguir luchando y ser valientes y valerosos como lo fue el hombre que los trajo al mundo y les enseñó el camino.

Por eso es que, estoy seguro, leer libros es una forma de aprender y empezar a vivir la vida de otra manera, de una tal que sea tan maravillosa como digna, que valga la pena para siempre. Una práctica de ser diferente, culto, ingenioso en el diálogo, atrevido en su propia cultura, educado en la cortesía, ameno en la conversación, prudente en el acercamiento… Así espero que sean mis hijos y mis nietos.

Pienso y sigo revisando mi vieja biblioteca. Me reconcilio suavemente con textos tan olvidados como repudiados. Me siento mal por haber sido tan sectario e intolerante, a veces. Releo al filósofo chino Lin Yu Tang en su maravilloso libro sobre “La importancia de vivir” y descubro, encantado, cuánto debo todavía aprender sobre la vida. Es un libro fabuloso, el mejor tratado que he leído sobre la comparación entre la cultura china y la occidental. Una obra maestra que es obligatorio leer para entender la relación entre esas culturas y la dinámica inevitable que generan.

He estado en China en tres ocasiones. Se de lo que hablo. La última vez, en octubre y noviembre de 1997, visité Shangai, la ciudad de mis sueños (había estado ahí mucho antes, en 1967 y en 1983) y el encanto de cualquier observador objetivo. Vi lo cambios. Quedé maravillado. Estaba en el futuro. Porque China eso es: el futuro.