Mi perrita tenía problemas de confianza y yo también

La escritora Erika Ramsadale comparte cómo adoptar una perrita aterrorizada le ayudó a superar una de las etapas más oscuras de su vida.

Foto: Brian Rea

Ilustración de The New York Times.

mar 10 de diciembre de 2024

Por: Erika Ramsdale/The New York Times

Dirigiéndome al trabajo una mañana, salí por la reja de mi edificio de departamentos y escuché algo de actividad a mi izquierda. Me volví y vi a una perrita trotando hacia mí por la acera, mirando nerviosamente a un grupo de personas que la seguían y la llamaban.

Una fugitiva, pensé, mientras la perrita, una chihuahueña, llegó hasta mí, saltó sobre mis piernas y me miraba suplicante. Sin pensarlo, me agaché, la levanté y la extendí a quienes la seguían.

“No, no, alguien acaba de tirarla por la ventanilla de un auto, queríamos que no estuviera en la transitada avenida, buena suerte”, murmuraron al darse la vuelta y desaparecer por la cuadra.

Bajé la mirada. La perrita temblaba en mis brazos. Suspiré y la llevé adentro, donde mi dulce y fiel viejo perro se había acomodado para su siesta matutina. Él también suspiró, mirándola desde su cama mientras ella revoloteaba por el departamento, haciendo sonar un ritmo ansioso en el piso de madera.

Tenía poco más de 30 años y era practicante de oncología en la Universidad de Chicago. La medicina me había llamado con un mensaje de seguridad laboral y estabilidad financiera, no de conexión humana y sanación. De joven, las vocaciones siempre me parecieron un lujo.

“Nunca dependas de nadie para dinero”, solía decir mi abuela.

Como muchos médicos, pensé que mi deber principal era contrarrestar la incertidumbre con hechos. El campo de la oncología fue, y sigue siendo, asombrosamente prolífico a la hora de generar nuevos hechos, y yo tenía una creciente sensación de dominio sobre las dudas y la enfermedad.

Durante mi internado, conocí y me enamoré de una carismática profesora de la universidad. Inclinaba pícaramente la cabeza y hablaba con una certeza convincente y declarativa. Avanzaba por el mundo sin temor alguno.

Me quitaba el aliento. Crear un futuro con ella parecía simplemente una cuestión de manifestar una trayectoria inevitable. Construimos y pusimos todas nuestras acciones en una contabilidad detallada de lo que se desarrollaría, hasta los nombres de nuestros hipotéticos hijos.

Sin embargo, unos meses antes de que apareciera la chihuahua, el doble golpe de un grave susto de salud y una muerte inesperada y demoledora reventó nuestra serena burbuja. Descubrimos que afrontar juntas las duras realidades no era lo nuestro.

Por mi parte, no tenía idea de cómo mantenerme firme frente a su pesar y miedo. Ver a una fuerza tan poderosa derribada por crueldades aleatorias abrumó mi capacidad de respuesta. Los ánimos se caldearon y creció la distancia.

Y entonces llegó esta chihuahua a nuestras vidas. La llamé Iota. Era una criatura traumatizada. Su ansiedad por separación era tan severa que se mordía su propio cuerpo, abriéndose heridas en las piernas y el vientre. Se arrojaba contra puertas, muebles y paredes de la caja que preparé como un espacio seguro para ella. Chillaba y gemía cuando no estaba en su línea de visión.

El veterinario dijo que estaba físicamente sana y que quizás tuviera un año. No tenía microchip ni collar. Pegué volantes en el barrio, pero nadie llamó. Sabía que si la llevaba a un refugio, la sacrificarían. El veterinario recomendó un antidepresivo.

Sus necesidades eran abrumadoras. A veces tenía que dejarla, irme a otra habitación y concentrarme en mi respiración para disipar la sensación de estar inmersa en arena movediza. La llegada de Iota fue la sentencia de muerte para una relación cuyas esperanzas eternas se estaban evaporando. “Es ese perro o yo”, dijo mi novia.

No sabía cómo afrontar la disolución de nuestro futuro. Al igual que Iota, revoloteaba por el departamento, haciendo sonar un ritmo ansioso en el piso de madera. Una aventura impulsiva y mal pensada con un conocido del barrio me distrajo un poco —hasta que entró por la fuerza en mi casa, me empujó al suelo, me rodeó el cuello con el brazo y apretó hasta que dejé de luchar.

Después de que me liberó y salió de mi departamento, llamé a la policía. Encontré a mis perros acurrucados, aterrorizados, en un clóset. Acudí a la misma sala de emergencias donde a veces veía a pacientes. Me fotografiaron los moretones.

Solicité una orden de restricción y presenté cargos. Estuve sentada en lo que pareció un sin fin de salas de espera de tribunales con mujeres calladas, muchas de ellas con moretones aún visibles en sus rostros. Tuve que permanecer junto a mi agresor mientras testificaba, temblando, en el juicio. No se me permitió estar en el tribunal mientras testificaba mi agresor; me senté en una banca afuera, sola.

El oficial de policía que respondió a mi llamada salió de la sala del tribunal después de testificar y me abrazó mientras yo sollozaba dándole las gracias. Otros observadores salieron de la sala, dando apoyo: “No hay duda de que es culpable. No te preocupes”.

Lo declararon inocente; mi palabra contra la suya, dijo el juez. La orden de restricción fue retirada. Durante meses tuve miedo de salir de casa y estuve hipervigilante al grado del agotamiento. Ataques de pánico me dejaban sin aliento y al punto del desmayo camino al trabajo y en los pasillos del hospital. Mi red social estaba interconectada con la de mi atacante y se desintegró cuando la mayoría de las personas optó por retirarse en lugar de enfrentar una elección incómoda.

Fue gracias a Iota que finalmente hice un acercamiento tentativo a una nueva red. Ella necesitaba socialización, racionalicé. Necesitaba aprender a confiar de nuevo y encontrar su rumbo. Cerca de mi departamento había un pequeño parque donde los dueños de perros del vecindario se congregaban todas las tardes, y los perros corrían sin correa entre grupos de sus guardianes. Iota se mostró vergonzosamente beligerante. Presa del miedo, se lanzaba por el aire contra perros y personas.

Los perros en gran medida la ignoraban y los dueños de los perros se dispusieron a intentar ayudar. Hicieron una quiniela de quién podría ganarse primero la confianza de Iota. Compitieron seriamente por este honor. Pasaron semanas sin muchos avances.

Un día, apareció en el parque un hombre que parecía conocido de los dueños de los perros, aunque no conocido mío. Se acercó al borde del grupo y se sentó en el zacate, volviendo la cara hacia el cielo. Vi como Iota trotó hasta él, colocó sus patas delanteras sobre las de él, lo miró por un momento, luego saltó a su regazo y se acurrucó. Los participantes en la quiniela estaban furiosos.

Fui conociendo a Kevin durante los días y semanas siguientes mientras hablábamos bajo los árboles del parque que florecían en primavera. Me di cuenta de que estaba interesado en mí, pero su coqueteo fue tenue, inquisitivo y respetuoso. Iota, por su parte, estaba enamorada de él.

Pasamos más tiempo juntos, marcados por mis ciclos alternos de pánico y desapego. Era el momento equivocado, el peor momento, para construir cualquier tipo de cimiento saludable para una relación amorosa y funcional. Mis necesidades eran abrumadoras. Pero él no dejó la habitación. Fue firme.

Llevamos casi 10 años casados. Iota siempre elegirá estar cerca de uno de nosotros, normalmente acurrucada y roncando suavemente, aunque ya no necesita vernos para confiar en su propia seguridad. Cuando nacieron nuestros hijos (primero un hijo y luego, dos años más tarde, una hija), ella vigilaba atentamente el moisés desde su posición al borde de nuestra cama y venía a buscarnos cuando se despertaban o se quejaban.

Con frecuencia cuento una versión alegre y suavizada de cómo conocí a Kevin. “Mi chihuahua eligió a mi marido”, digo riendo. Rara vez cuento la versión más oscura. Todavía tengo un lugar vacío en mi interior donde residen la ira y el miedo, y a donde en ocasiones voy a examinarlos.

De una manera extraña, con el tiempo ese vacío ha desarrollado un nuevo tipo de pesadez que me mantiene aterrizada, me mantiene firme mientras estoy sentada con pacientes en su angustia y temor, cuando los hechos son insustanciales. Tengo un encuentro con ellos donde están, donde mi marido me conoció, en un lugar donde sé que todavía se puede construir algo.

©The New York Times Company 2024