Mundo violento
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La escalada de la violencia a nivel mundial es alarmante. El conflicto Rusia-Ucrania tiene al mundo en vilo, especialmente por la capacidad de arsenal nuclear, cuando aún no ha finalizado una pandemia y en plena emergencia climática comunicada al más alto nivel, por la Organización de Naciones Unidas (ONU).
En los momentos más álgidos de la pandemia por covid-19 las redes sociales desbordaban de mensajes de cambio, hacia una nueva forma de pensar y de actuar, con solidaridad, con resiliencia y sobre todo, por el planeta, las personas y la paz.
Con lo vivido, solamente podemos experimentar una vez más que el egoísmo y los intereses siguen pesando igual que antes y a lo mejor, un poco más.
Pero no solamente a miles de kilómetros de distancia; también aquí, en esta tierra, parece que en realidad muy poco ha cambiado luego de la dura experiencia de estos dos últimos años, en los que hemos tenido una combinación explosiva de pandemia, desastres naturales y corrupción.
Deseábamos que aquel sueño de una nueva realidad fuese diferente, para mejorar, pero no para lo que estamos viviendo: una escalada de la violencia que parece ser algo más que meras percepciones.
El asesinato del padre Enrique Vásquez Cálix hace pocos días ha estremecido a la opinión pública, pues se suma a una lista de actos que han cobrado la vida de muchas personas en las últimas semanas, especialmente jóvenes
.¿Qué podemos esperar en un país en el que las noticias del día están cubiertas de sangre y dolor? Muchos de los actos que enlutan a las familias hondureñas quedan en la total impunidad. Con el correr del tiempo, vemos recordatorios de esas tragedias por quienes luchan por que permanezca vivo el llamado a la justicia.
Nos asusta mucho lo que se vive al otro lado del mundo, y en verdad que la guerra es cruel y la ausencia de paz es quizás la situación más terrible que pueden vivir las naciones, las comunidades y las personas.
Conmueve hasta las lágrimas ver el sufrimiento transmitido por las noticias y por las redes sociales, sobre la niñez y la juventud en contextos de violencia. Es humano sentir solidaridad por aquellos que lejos de nosotros sufren en extremo las consecuencias del egoísmo a ultranza y de la ambición extrema.
De la misma forma, nos debe mover el dolor que sufren los que tenemos aquí, viviendo en condiciones muchas veces infrahumanas y con la amenaza constante de ser dañados físicamente, perder la vida de los seres queridos o la propia.
Hemos aceptado a fuerza de repetición, que luchar por los derechos propios y los de aquellos con los que nos identificamos es un serio peligro que debemos evadir. Vamos asumiendo tácitamente que es mejor dejar hacer y dejar pasar.
Una sociedad que se acomoda a los atropellos, que no se conmueve de sí misma, que no es capaz de mantener una autoestima sana, está destinada a fracasar.
No se trata de sustituir la solidaridad con los que están lejos, por los más próximos; se trata de complementar, con una visión integral de lo que nos rodea, esa solidaridad que nos permita actuar aquí y ahora por la sociedad en la que estamos inmersos de la misma manera en que alzamos la voz contra los atropellos en el escenario internacional.
La capacidad de conmovernos debe ser una sola.
A veces sentimos que es poco lo que podemos hacer por frenar esa ola de violencia que enfrentamos como si se tratara de una epidemia. Los pequeños grandes cambios se originan en la comunidad primaria: la familia. Desde allí hay que fortalecer una cultura de paz, de justicia y solidaridad, fomentando la educación en valores que la escuela formal solamente complementa.
Cualquier esfuerzo suma en la construcción de una sociedad mejor. No claudiquemos, hay que luchar por la paz, cada quien desde su trinchera cotidiana. Vale preguntarse: ¿qué hago yo para construir un mundo de paz?