Difícil, pero no imposible
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Las personas y sus maneras de pensar son diversísimas. Cada una tiene una historia particular que la ha llevado a construir un yo interior que matiza su visión de los acontecimientos, las personas y las cosas. Por eso es que exigir total objetividad a la hora de juzgar a los demás, sus acciones o los sucesos de la historia próxima o lejana, ya sea en el tiempo o en el espacio, es sumamente difícil. En la medida en que vamos creciendo, y las circunstancias que sirven de marco a ese crecimiento influyen sobre nosotros, se va definiendo una perspectiva de vida, una manera de ver las cosas, que termina por condicionar todos nuestros juicios.
Hace falta mucha madurez, el ejercicio de una serie de hábitos éticos, de virtudes humanas, para alcanzar los niveles de reflexión necesarios que pueden llevarnos a rectificar posturas o a reconsiderar opiniones o puntos de vista. De ahí la importancia que se da a las “vivencias” en la adquisición de valores. Hace falta ser empático, ponerse en la tesitura del otro, en los zapatos del otro, para transitar de la intolerancia al respeto o de la incomprensión a la empatía. Y no es que uno vaya a cambiar de bando o a admitir como válidas las posturas ajenas, pero sí a reconocer que uno no debe considerarse la medida de todas las cosas y que, los demás, al igual que nosotros, tienen un recorrido vital que los ha llevado a un destino distinto al nuestro.
Digo todo lo anterior porque, en la coyuntura histórica que los hondureños estamos viviendo, hay una clara polarización y una frecuente descalificación de los que no piensan igual que determinada persona o grupo. Y esa situación corre el riesgo de convertirse en un cáncer social fatal, que termine por acabar con la convivencia entre los que aquí vivimos y hacernos retornar a etapas de barbarie que creíamos superadas, a épocas tristes de la historia nacional.
Yo, por mi propia experiencia de vida, sé que es difícil. Hablar de respeto, de tolerancia, de reconciliación, de convivencia fraterna, es fácil; convertir esos valores en conductas observables, palpables, difícil. Pero, como todos sabemos, todo lo verdaderamente bueno, cuesta. Y Honduras merece que los que vivimos bajo el cobijo del pabellón azul turquesa hagamos un esfuerzo grande, supremo, por desterrar el odio, por sintonizar con los que piensan distinto, por reconocer que tienen idéntico derecho al que tenemos nosotros de ver el mundo desde otro ángulo, de expresar lo que piensan sin miedo a la descalificación, sin temor a la represalia.