30/04/2024
12:50 AM

El Papa en Corea

San Pedro Sula, Honduras.

La visita que el santo padre Francisco está llevando a cabo en Corea nos sirve para conocer una realidad de la Iglesia prácticamente ignorada por la mayoría de los católicos: el rostro asiático de la misma. Acostumbrados a reflexionar sobre la Iglesia en la vieja Europa o en la joven América, e incluso en la jovencísima África, se nos olvida que, aunque sean una minoría, hay católicos llenos de fervor y entusiasmo en la lejana Asia.

Allí hay naciones, como Filipinas, donde el catolicismo echó raíces profundas de la mano de los misioneros españoles. O como Vietnam, donde han pagado la fidelidad con su sangre. O como China, donde aún hoy la persecución es una realidad. Y también otros, como Japón, donde el materialismo por un lado y el apego a las antiguas tradiciones mantiene al catolicismo en unas condiciones muy precarias. Pero Corea es no solo la excepción, sino la muestra de lo que puede llegar a ser el continente asiático.

El catolicismo en Corea entró de la mano de unos laicos y de unos libros. No fueron misioneros sacerdotes los que lo llevaron, sino seglares que lo conocieron en China y llevaron a su país los Evangelios. Es un catolicismo que ha conocido la persecución y que se gloría de tener muchos mártires. Es un catolicismo que en pocos años suma ya el 10 por 100 de la población, con muchísimas vocaciones. Es, como digo, una promesa para Asia y para el resto de la Iglesia.

Por eso, el Papa, que siempre tuvo Asia en su corazón desde sus primeros años como sacerdote jesuita, ha querido ir allí, aprovechando el VI encuentro de la juventud católica asiática. A ellos, a los jóvenes, les ha pedido dos cosas: que sean testigos de Cristo en un mundo materialista, en el que se piensa que la felicidad se puede comprar con dinero, y que muestren a todos la belleza de una unidad -la de Dios- que no está reñida con la diversidad. La llamada a la unidad ha sido especialmente fuerte en todos los discursos del Papa durante este viaje, junto con la invocación a la paz. Ambas, unidad y paz, están representadas en la vida misma de la Iglesia. Ambas son la garantía de que un futuro es posible para la humanidad, cuando logre encontrarse con Cristo, que es uno con el Padre y el Espíritu y que es el Príncipe de la paz.