27/04/2024
08:56 PM

Aún sordo y ciego, don Domingo Guzmán, no deja de salir a sembrar

Para don Domingo no existe día ni noche porque vive en completa oscuridad. A veces se levanta a medianoche y se va a trabajar al piñal.

Salió de su casa sosteniéndose en dos varas y tarareando una canción cuando fuimos a buscarlo a sus dominios en las faldas de la montaña El Merendón. Desde donde vive don Domingo Guzmán hay una vista impresionante de la ciudad de San Pedro Sula, que él dejó de apreciar desde hace unos treinta años, cuando se le fue apagando lentamente la luz de sus ojos.

Aunque está ciego y sordo, a sus 87 años, don Domingo sigue cultivando la tierra en la que ha pasado toda su vida, valiéndose de sus propias astucias para sustituir por el tacto la claridad que la vida le quitó.

Para recorrer sus cultivos de caña se guía con bejucos que él tiende en los linderos o amarra cuerdas de una estaca a otra para demarcar los surcos donde sembrará las piñas. Las manos callosas y su experiencia de agricultor hacen lo demás.

Su compañera de hogar Amalia Chavarría, a la que ha estado unido 67 años, dice que para su marido no existe día ni noche porque vive en una completa oscurana. A veces se levanta a medianoche y se va a trabajar a la piñera o se queda en la cama hasta que el sol está alto, no por haragán, sino porque no se dio cuenta de cuándo amaneció.

No pierde la noción del tiempo porque sabe qué fecha es hoy y en qué luna está para hacer sus siembras.

“Nunca está de mal humor, aunque esté enfermo. Así lo va a ver cantando de aquí para allá”, dice su compañera, mientras él se pasea cantando entre dientes.

Recordó que cierta vez “se nos fue por ese camino para el otro lado de la quebradona tratando de llegar a una aldea que se llama El Zapotal, aquí mismo en El Merendón”. Cuando se percataron de su ausencia, un hermano lo fue a buscar y lo encontró extraviado entrando en unos trabajaderos ajenos, agregó.


Era marimbista

Domingo y Amalia se conocieron cuando eran niños en la escuela de la aldea San Antonio del Perú de esa misma montaña, donde ambos nacieron. él se perdió algún tiempo del lugar porque se fue a trabajar a una comunidad cercana y cuando regresó estaba convertido en todo un hombre.

Era un muchacho alegre que impresionó a Amalia tocando la marimba y cantando románticas canciones de Agustín Lara.

“Yo tenía 19 años y él 20 cuando nos casaron los misioneros católicos en la catedral de San Pedro”, recuerda la mujer de cabellera blanca como la de su compañero.

Como resultado de aquella unión nacieron siete hijos y varios nietos, uno de los cuales murió hace un mes, fulminado por un rayo que cayó en la montaña.

Dice ella que siempre vivieron de los frutos que él le arrancaba a la tierra trabajando de sol a sol o de la venta de aparejos que hacía. “Ahora lo que cultiva solamente es para el consumo de la casa. Esos plátanos él los siembra”, manifiesta y señala un racimo verde tirado en un rincón de la cocina de tierra.

La satisfacción de don Domingo es que siempre haya jugo de su caña en la casa para ofrecer a las escasas visitas y dar a los nietos. El viejo extrae el líquido meloso de los tallos nudosos, triturándolos en un trapiche manual que él mismo construyó.

Un lenguaje familiar

Remontándose a los viejos tiempos, su mujer refirió que él tuvo problemas en un oído desde que estaba muy joven supuestamente a causa de una infección que no fue curada a tiempo. De allí le provino la afección en la vista que se le agravó al caerle una viruta de metal en un ojo mientras afilaba un machete.

Cuando por fin pudo consultar a un médico ya no había nada que hacer. Fue remitido a un hospital de El Salvador, donde le dijeron que no siguiera gastando dinero porque su mal ya no tenía cura. Es más, le dijeron a la familia que incluso podría perder el habla como les sucede a muchas de las personas que carecen de audición. Sin embargo, don Domingo responde con voz fuerte, aunque no muy clara, cuando sus familiares se comunican con él por medio de un lenguaje de tacto que han inventado.

Por ejemplo, si su mujer quiere que vaya a comer, le coloca la yema de un dedo sobre el dorso de la mano y lo arrastra adelante como diciéndole “venga”.

Un sí o una aprobación es una palmadita en el hombro del ciego y un no se expresa frotándole con el dedo la palma de la mano de un lado a otro.

Para presentarle a una persona, sus familiares deletrean el nombre de ésta con el dedo sobre la palma de la mano de don Domingo y entonces él grita claramente ese nombre como diciendo “ya entendí”.

Nunca fumó, pero se toma su traguito de aguardiente en ocasiones especiales, como el Día de la Madre, dicen sus familiares. Ahora que no ve ni oye solamente baja a la ciudad cuando hay un sepelio o un entierro en la familia.

Nadie lo detiene cuando “baja de choyada por esos guindos” hasta que llega a La Puerta, donde toma un bus de ruta para llegar a su destino, según expresó.

Relató que la última vez que estuvo en la ciudad se bajó enojado de un bus porque uno de los pasajeros quiso darle una ayuda económica al verlo sosteniéndose en sus bastones. “No estoy de limosna”, refunfuñó.

Sin embargo, por lo general está siempre de buen humor, como cuando La Prensa lo fue a buscar hasta su casa para hacer esta publicación. “Los políticos lo van a envidiar cuando salga en el periódico”, dijo doña Amalia.
Ella espera terminar con él en esa montaña donde lo conoció.

“De aquí no nos sacarán hasta que nos lleven con los pies hacia adelante rumbo a La Cumbre”, dijo refiriéndose al cementerio de una comunidad cercana.

Todos los días, su hija sube la montaña a pie

Subir hasta la casa donde vive don Domingo Guzmán puede resultar una hazaña para las personas poco acostumbradas al ejercicio, pues hay que subir a pie una empinada cuesta de más de un kilómetro.

A la montaña se entra en carro por el lado de la colonia Suazo Córdova, pero después de unos ocho kilómetros de recorrido hay que dejar el vehículo en cierto lugar para escalar la empinada cuesta.

Sin embargo, eso no es nada para Natalia Antonia, una de las hijas de don Domingo, que desde hace 20 años hace todo ese recorrido a pie para ir y regresar a su trabajo en una farmacia del centro de la ciudad.

A las cinco de la mañana, Natalia Antonia está en pie para bajar primero la cuesta y luego llegar a pie hasta La Puerta, donde toma el bus que la transporta a la farmacia donde labora como laboratorista.

Al regresar tarda más en llegar a la casa porque sólo en la subida de la cuesta invierte 30 minutos, más una hora que le lleva recorrer el tramo de carretera, según dice.

“A veces viene llegando aquí a las siete de la noche”, dice uno de sus hermanos.

Ella manifiesta que, a pesar de sus 47 años, conserva una figura que envidiarían muchas de esas mujeres que todos los días van al gimnasio.

“Para qué más ejercicio que este”, dice la madre de dos hijos que vive en una casa contigua a la de su padre. A falta de electricidad, Natalia Antonia utiliza una pequeña lámpara solar en su casa.