25/04/2024
02:30 PM

La caída del avión

En el accidente del avión carguero, sus ocupantes habían perecido.

    Eran las seis de la mañana cuando se reportó en las principales radioemisoras de la capital que un avión había caído sobre una montaña cerca de la aldea de Coa-arriba. De inmediato se desplazaron al lugar los bomberos, miembros del ejército y de la Cruz Roja. Detrás de ellos, grupos de periodistas comenzaron a escalar la montaña por un estrecho camino para llegar al lugar del accidente. La tarea de ascender era ardua. Varios grupos no pudieron continuar y se quedaron tirados en la orilla del camino, completamente agotados. Solo miraban pasar campesinos que cargaban televisores, antenas, radios y enseres domésticos.

    En el accidente del avión carguero, sus ocupantes habían perecido. La caída de la aeronave fue muy comentada a escala nacional e internacional, pero en poco tiempo nadie hablaba sobre el asunto. Lo que ninguno sabía era que en la cima de la montaña había ocurrido algo siniestro.

    Un hombre llamado Abel se apoderó de una maleta que supuestamente contenía una buena suma de dinero, pero no sabía que otro campesino lo estaba viendo a escondidas. Repentinamente, el que estaba oculto saltó sobre el que tenía la maleta y ambos rodaron por el suelo. Abel era el más fuerte. Logró someter a su enemigo y ahí mismo lo mató, arrastró el cadáver fuera del sitio donde se encontraban los restos del avión y bajó por un camino diferente hasta llegar a Coa-abajo.

    Cuando llegó a su casa, Abel abrió la maleta y encontró mil doscientos dólares, pero lo que le llamó la atención fue una pulsera cubierta de extrañas figuras, entre ellas una pequeña calavera de oro. Días más tarde encontraron el cadáver del hombre a quien él había matado en defensa propia. No pertenecía a ninguna de las aldeas cerca de la montaña. Se suponía que era uno de tantos curiosos que habían llegado en busca de los objetos de valor que cargaba el avión.

    Abel guardaba celosamente la maleta. Una mañana la registró de nuevo y encontró varios papeles que pertenecían a un hombre que vivía en Brasil. Estaban en español. Los leyó cuidadosamente: “Adjunta a esta nota encontrarás la pulsera que tanto habías buscado en tu vida. Bien sabes que es muy especial para tu trabajo. No permitas que caiga en otras manos. Puede ser peligroso. De todos modos si la extravías, ella regresará a ti, te buscará dondequiera que te encuentres. Atentamente, tu amigo Aron”.

    Abel guardó la maleta y se metió la pulsera en la bolsa del pantalón. Tenía un primo que vivía en Tegucigalpa, de profesión abogado. A él le confiaba todo lo que le sucedía.

    Viajó a la capital y le narró a su primo todo lo sucedido. El abogado, que era ambicioso, le preguntó por la pulsera.

    —¡Aquí la ando! Solo fíjate en las cosas que tiene. Mira esa calavera, cómo brilla.

    El abogado se dio cuenta de que aquella no era una pulsera común y le dijo:

    —Deberías dejarla conmigo. La voy a guardar. Tal vez en una gran necesidad la vendes.

    Abel le entregó la pulsera y extrañamente se sintió diferente al quedarse sin ella. Lo que no le dijo al abogado fue lo que leyó en el papel que encontró en la maleta.

    Entretanto, el abogado, cuyo nombre era Raúl, se puso a examinar la pulsera, sacó unos viejos libros y descubrió que aquel era un objeto sagrado para los egipcios.

    Supuestamente tenía poderes.

    —Con esta pulsera me voy a hacer rico, inmensamente rico —dijo.

    Eran las seis de la tarde cuando el abogado escuchó golpecitos en la gaveta donde había guardado la pulsera. Lentamente abrió la gaveta y el brillo de la pulsera lo cegó inmediatamente. En voz alta dijo:

    —Si tienes poderes, que aparezcan joyas sobre mi escritorio.

    Vio dos collares de perlas auténticas y dos brazaletes de oro. Sintió un escalofrío que corría por su cuerpo. En los días subsiguientes pidió riquezas que le fueron concedidas.

    Sabiéndose un hombre rico comenzó a dedicarse a los placeres de la carne. Llevaba a su casa a las jóvenes más bonitas que encontraba. Una noche llevó a una muchacha de tez trigueña, le sirvió una copa de champán y se puso a hablar de su inmensa fortuna. Ella se limitó a hacerle una pregunta.

    —Dígame, don Raúl, ¿usted cree en la reencarnación?

    El hombre se rio y respondió:

    —Esas son cosas de la mente. En el Oriente creen mucho en esas cosas. Nadie puede decir si existió en el pasado. Y usted ¿cree en la reencarnación?

    La joven tomó un sorbo de su copa y le dijo:

    —Yo soy la reencarnación de una sacerdotisa. Usted es la de un hombre malvado que jamás le ha hecho un bien a nadie. Sienta en este momento cómo comienzan a embalsamarlo manos invisibles que le van a cobrar los favores que le hizo la pulsera sagrada. Se aprovechó de inocentes muchachas y sin quererlo salvó a su primo de una muerte segura.

    De la nada aparecieron vendas invisibles que comenzaron a cubrir el cuerpo del ambicioso. Quiso hablar y no pudo. Finalmente quedó convertido en una momia. Cuentan que la mujer abrió la gaveta, tomó la pulsera y se la puso. Luego abandonó el lugar.

    Testigo de este suceso sobrenatural fue un joven que trabajaba con el abogado y que se había quedado dormido en la oficina. Cuando todo pasó y el muchacho agarró valor, fue a llamar a la policía. Encontraron muerto al abogado, pero sin los vendajes. Un médico declaró que el profesional había muerto de un ataque al corazón.

    Abel se refugió en la iglesia del pueblo, se convirtió en sacristán y todos los días le pedía perdón a Dios por las cosas terribles que había hecho en su vida.