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La pequeña Angely amaba tanto a su papá y hasta murió con él

  • 11 mayo 2015 /

Padre e hija fueron asesinados por sujetos en Santa Bárbara, quienes le montaron una emboscada.

Correderos, Santa Bárbara.

En la lejana comunidad de Correderos, Santa Bárbara, no había sucedido una tragedia igual. Un labriego y su inseparable hija de apenas cuatro años murieron a tiros en una emboscada que les tendieron hombres fuertemente armados cuando se conducían en motocicleta por una solitaria calle de esta aldea perteneciente al municipio de Quimistán.

César Paz y la pequeña Angely Jaquelin eran el uno para el otro, no podían estar separados. él tenía que salir a escondidas cuando dejaba a la niña en la casa de cualquiera de sus abuelas para irse a trabajar.

La niña de primorosos ojos verdes, muy poco miraba a su madre porque se había ido a vivir a la casa de un hermano en Quimistán, por eso era el padre quien la llevaba a todos lados en su motocicleta, cuando no estaba cuidando sus cultivos o reparando un carro porque también le hacía a la mecánica.

Las abuelas

En el corredor de una casa en la salida de la aldea, doña Tomasa, la abuela paterna de Angely, abraza un retrato de César y llora al recordar la trágica noche del viernes primero de mayo. De esa vivienda salió su hijo al oscurecer a traer a la niña que se encontraba en el otro extremo de la comunidad, en casa de su otra abuela.

Doña Tomasa le ofreció cena a su hijo, pero él le comunicó que prefería ir a traer primero a la pequeña, que a esa hora estaría desesperada por verlo.

En la otra casa, Angely se levantó de su última siesta como a la seis de la tarde. Se había acostado rendida porque toda la mañana había estado jugando con su muñeca preferida en compañía de sus primas. Lo primero que hizo al despertar fue pedirle un pepe con leche de vaca a su abuela materna, ángelica Paz, mientras llegaba su padre por ella.

Un rústico puente peatonal separa la casa de los abuelos paternos de la calle de tierra que cruza toda la aldea, pero César no usaba aquel angosto pasadizo, sino que cruzaba a pie con la moto por el vado, ya que la quebrada casi no tiene agua en verano.

Doña Angélica ya había cerrado la cocina y cambiado a su nieta con un vestido azul, de puntos color café. También le puso un pantaloncito negro y zapatillas rosadas de meter. Cuando la niña escuchó el pito de la motocicleta se puso a llorar, quizá pensando que su papá podía dejarla.

“Quedate conmigo”, le dijo doña Angélica, a lo que la niña replicó enfática: “No, porque voy a ir a dormir donde mi mamita Tomasa”. Pero su deseo no se cumpliría, porque a un kilómetro de allí, la muerte esperaba agazapada en las sombras de la noche.

El disco de la luna estaba casi completo, pero los árboles proyectaban manchas tenebrosas que se convertirían en aliados de los criminales apostados en el desolado trayecto.

Antes de partir con la niña, César cruzó unas palabras con su suegro Virgilio Castellanos a quien solía ayudar en sus labores de ganadero y agricultor. Ambos eran algo así como socios, comentó don Virgilio. “Mañana voy a volver para inyectarle ese ganado”, prometió el yerno ante la preocupación del dueño de la casa por la desnutrición que presentaban algunos de sus animales.

Serían las siete y media de la noche cuando partió el labriego llevando a su consentida en el tanque de la motocicleta. A los pocos minutos se escuchó la descarga en toda a comunidad. Primero una sola ráfaga y después tiros esporádicos, dijeron vecinos.

El primero en llegar a la escena del crimen fue un joven ganadero que pasaba casualmente en su carro por el lugar. Su madre que lo acompañaba dijo que el padre, bañado en sangre, tomó en sus brazos a la niña y dio unos pasos con ella, pero fue a caer frente a un portón de hierro de la única vivienda que hay en ese punto.

El ganadero fue a dejar a su madre al centro de la comunidad y volvió para auxiliar al labriego y su hija. Antes que fueran subidos en la cabina del carro de rejillas, el herido preguntaba por el estado de su niña, pero después no hablaba, solamente resollaba. Un hermano de César, al enterarse del crimen, siguió el carro del ganadero cuando se dirigía con los heridos a Quimistán y se hizo cargo de llevar a la niña, pero esta murió en el trayecto.

Era imposible que sobreviviera con cuatro balazos de arma de grueso calibre en su pecho. El padre fue remitido de una clínica de Quimistán al hospital Mario Rivas de San Pedro Sula, pero el destino ya había marcado su fin.

Por el crimen guardan prisión seis hombres parientes de las víctimas, cuatro de ellos detenidos esa misma noche cuando bajaban en un carro rumbo a Quimistán. Una patrulla policial los interceptó en una angostura de la carretera y los desarmó. Otros dos fueron detenidos al día siguiente.

Un carro quemado en la plaza central de la aldea, supuestamente también propiedad de los hechores, es una muestra del repudio contra un crimen absurdo que truncó los sueños de una niña que todavía no sabía el significado de la palabra violencia.

Foto: La Prensa

La vida de César y su hija Angely Jaquelin fueron arrebatadas en una solitaria calle de Santa Bárbara.

Foto: La Prensa

Los familiares de las víctimas están triste por lo sucedido. Nunca se imaginaron que esto ocurriría.