27/04/2024
10:25 AM

Historias y Leyendas de Honduras: Juancito

Juan de siete años de edad, era el menor de tres hermanos.

    Doña Adela vendía en el mercado San Isidro de Tegucigalpa. Era mujer sola, vivía con sus tres hijos, Lucía, Sonia y Juan. Este último, de siete años de edad, era el menor. Sus hermanas tenían 15 y 12 años. Las cosas fueron mejorando en el puesto de achinería que tenía doña Adela y con la ayuda de sus dos hijas nunca les faltaba el pan de cada día.

    —¿Saben qué? —dijo la señora—. Por fin vamos a salir de la cuartería en que vivimos y nos vamos a ir a una casa independiente que su padrino Mauro nos va a alquilar a bajo precio. él las quiere mucho y dice que pronto serán unas señoritas y que merecen vivir de otra manera.

    Las niñas abrazaron con amor y agradecimiento a doña Adela. Contrataron un camioncito para llevar sus cosas y en un día se habían instalado en la nueva casa.

    —Al fin vamos a vivir desahogadas, hijas. El niño va a dormir conmigo y ustedes ya tienen su habitación.

    Sabían que debían multiplicar esfuerzos para pagar la casa y por eso las niñas y el niño se fueron a vender en las calles. Regresaban a la casa todos los días a las seis de la tarde.

    —Niños —dijo doña Adela—, vamos a darle gracias a Dios por todas sus bondades.

    Un domingo, el niño estaba jugando solo en la salita y vio uno de los sillones, donde estaba sentado un señor canoso y de bigote, bien vestido con saco y corbata. El pequeño salió corriendo al patio, donde la mamá estaba tendiendo ropa que acababa de lavar.

    —Mami, ahí en la sala hay un señor. No dijo nada, pero creo que es a usted que la busca.

    Doña Adela y su pequeño entraron en la casa, fueron a la sala y ahí no había nadie.

    —Pero aquí estaba, mamá. Andaba de saco y de corbata. Es un señor canoso de bigote, solo se me quedó mirando.

    —Qué raro —dijo doña Adela—. A lo mejor debe ser algún vecino. Bueno, quédate aquí, Juancito, mientras vienen tus hermanas de la pulpería.

    El niño se puso a jugar en la sala con unos carritos y de pronto aparecieron dos mujeres vestidas de blanco y agarradas de las manos que caminaban hacia la cocina. De nuevo, Juancito fue a avisarle a su mamá de lo que había visto. Doña Adela y Juancito regresaron a la casa, fueron a la cocina y no encontraron a nadie.

    Lo que sí extrañó a la señora es que el porrón de calentar agua lo había dejado sobre una hornilla del fogón y no estaba ahí, sino sobre una mesa. Cuando las niñas regresaron de la pulpería, la mamá les preguntó si habían encontrado cerca de la casa a dos mujeres de vestido blanco y dijeron que no las habían visto. La mamá les contó lo que el niño le había dicho y la mayor de las niñas le dijo:

    —Usted le cree a este cipote, mamá, son puros inventos, es que se está imaginando cosas.

    Sin embargo, doña Adela había quedado intrigada con el porrón, pero no dijo nada sobre el particular.

    Una semana más tarde, el niño que estaba acostado en la misma cama con la mamá y vio pasar a dos hombrecitos cuya piel era verde y llevaban gorros como los que se usan para dormir.

    Inmediatamente le dijo a la mamá.

    —Juancito, creo que es tu imaginación la que te hace ver cosas. Mejor te duermes.

    El pequeño se arropó de pies a cabeza y se quedó dormido, pero en los días subsiguientes miraba mujeres jóvenes y viejas que pasaban por la sala rumbo a la cocina y el caballero elegante aparecía cuando menos lo esperaba en cualquier sitio de la casa. Una mañana, doña Adela al salir de la casa se encontró con un señor que le dijo:

    —Buenos días, señora, veo que ya días se pasó a vivir en esa casa. ¿Por casualidad su niño ha visto algo extraño? Se lo digo porque todos los niños que han vivido ahí han visto fantasmas.

    Doña Adela le contó lo que sucedía con el niño y lo que ella había visto en la ventana.

    —Esa casa está hechizada, deben salir lo más pronto de ahí antes de que los demonios se apoderen de su niño.

    —Pero ¿por qué mi hijo? —dijo la mujer—, ¿por qué?

    El viejo contestó:

    —En esa casa se reunían unos espiritistas y jugaban con la tabla del diablo. Ahí hacían pactos y entregaban niños. Salgan antes de que sea tarde.

    Sin darles una sola explicación a sus hijos, la señora por fortuna encontró una casa cómoda, aunque más pequeña, y cuando fue de noche ya habían abandonado la casa maldita. Cuando estuvieron a salvo, doña Adela se puso a orar con sus hijos. Fue cuando Juancito contó:

    —Cada vez que miraba a ese señor o a otras personas me iba sintiendo débil, mamá. No sé qué es lo que hacen esas gentes en esa casa.
    Doña Adela abrazó a sus tres hijos y les dijo:

    —Un señor me dijo todo lo que había sucedido en esa casa. Después de platicar con él quise darle las gracias y no lo volví a ver.

    Ahora que estamos juntos me doy cuenta de que Dios es bueno con sus hijos. Ese señor para mí que fue un ángel enviado del cielo para advertirnos del peligro. Le conté todo a mi compadre Mauro. Él dijo que ignoraba todas esas cosas de sus antiguos inquilinos y ha decidido venderla, pero antes va a llevar a un sacerdote para que la bendiga. Las niñas abrazaron a Juancito y lloraron de alegría con él cuando supieron que estuvo a punto de perder su vida y también su alma.