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Alto a la indiferencia

  • 11 diciembre 2019 /

    La violación y posterior asesinato de un niño de cinco años en el sur del país no puede ser una de esas noticias que aturden y conmueven hasta al más insensible de los seres humanos, pero que luego no dejan de ser más que una noticia que, pasados unos días, caen en el olvido y son relevadas por cualquier otro asunto, trascendente o no.

    Desde hace años hemos visto cómo el respeto a la vida es tarea pendiente en Honduras, que el crimen organizado, los narcotraficantes, los extorsionadores o los delincuentes comunes solo ven en el prójimo alguien de quien pueden obtener un beneficio, pero cuya vida carece totalmente de valor y puede truncarse y desecharse en cualquier momento.

    Y aunque crímenes horrendos se han sucedido, ininterrumpidamente, en la historia de la humanidad, en el mundo entero, no por eso podemos ni debemos acostumbrarnos a ellos. La vida de cualquier persona, no importa su sexo, edad, estado de salud, nivel educativo, estatus económico o procedencia geográfica o étnica, es sagrada. Toda la estructura jurídica de las naciones se ha construido para salvaguardar a la persona y a sus derechos; todas las instituciones han surgido pensando en el hombre y en la mujer, en su vulnerabilidad, en su indefensión. Luego, en todo el mundo civilizado, se ha dado prioridad a la protección de la niñez, pues la infancia es particularmente vulnerable y debe velarse por ella porque de su desarrollo armónico dependerá, para bien o para mal, el futuro de la sociedad.

    El abuso y la muerte de un niño inocente es una de las manifestaciones más claras y dolorosas de una enfermedad individual y colectiva. Cuando alguien decide maltratar o acabar con la vida de una criatura es porque algo anda muy mal en su cabeza o porque en el ambiente en que estamos viviendo las cosas andan igual de mal, ya que, además, estamos ante una agresión a la comunidad entera, al nervio moral que debería sostenerla y conformarla.

    Este tipo de hechos reprobables debe ser un revulsivo para todos. No podemos pasar indiferentes ante la barbarie y dirigir nuestra mirada en otra dirección. Debemos examinar cómo anda el cultivo y ejercicio de nuestros valores, de nuestra conducta, como ciudadanos de esta Honduras. Hay que mirar hacia dentro de nuestras familias, de nuestro sistema educativo, de los cánones que rigen nuestra convivencia o debemos prepararnos para retornar a la caverna y vivir como bestias.