14/04/2024
08:17 PM

No hay otra manera

Roger Martínez

He dicho, y escrito, en más de una ocasión que nadie es feliz a solas y que, también, nadie es desgraciado a solas; que, como no somos islas y, ordinariamente, interactuamos con personas de diversos talantes, gustos e intereses, vamos generando a nuestro paso olas grandes y pequeñas que van dejando una estela de serenidad o de nerviosismo, de paz o de intranquilidad, de alegría o de amargura.

Ahora bien, si estamos psíquicamente sanos, desearemos que esa estela sea positiva, que irradie luz, que siembre optimismo, en nuestros interlocutores. Pero para que eso suceda debemos tener conciencia de las repercusiones que nuestras palabras o nuestras acciones provocan en los demás. Y, además, tener clarísimo que entre mayor sea nuestro círculo de influencia o nuestra posición cara a los demás, mayor será el impacto que lo que digamos o hagamos tendrá en ellos.

De ahí que resulte obligatorio que, con cierta frecuencia, examinemos a fondo nuestra conducta y tomemos los correctivos que ese examen nos haga ver. Pero para que esa auscultación de la propia conducta resulte efectiva esta debe ser detenida, profunda y, sobre todo, sincera. La falta de sinceridad lleva al autoengaño y, luego, a la falta de autenticidad ante los demás.

Todo proceso de mejora personal debe partir de un análisis de nuestras virtudes y de nuestros vicios, y, como se suele decir: para no ir del análisis a la parálisis, proceder a la elaboración y ejecución de un plan que nos lleve a propender hacia las primeras y a dar la batalla diaria en contra de los segundos. Sin duda que ese análisis descarnado, ese examen sin anestesia, cuesta, duele. A todos nos resulta difícil reconocer las miserias y trabajar por enmendarlas. Usualmente nos queremos tanto y nos tratamos con tanta consideración que no nos gusta reconocer nuestros errores. Y no hay otra manera de emprender el camino hacia la perfección humana. Si parto de una auto imagen equivocada, si me creo mejor de lo que soy, si me considero un dechado de virtudes, nunca voy a cambiar para mejor; jamás ascenderé en la escala nominal.

Y, claro, la gente que me rodea se verá obligada a aguantarme, a digerirme como quien traga vidrio, a tratarme con pinzas, a aproximarse a mi como a un puerco espín. Y, como decía hace un par de semanas, eso no es justo. Ni en la familia, ni en el trabajo, ni en la vida social, nadie debería estar obligado a soportar a nadie. Pero, como así parece estar organizado el mundo, hagamos un esfuerzo porque no seamos nosotros los que constituyamos un trago amargo para los que no tienen más remedio que compartir tiempos y espacios con nosotros.