27/04/2024
12:50 AM

Madurando

Elisa M. Pineda

Llega de forma breve y se esfuma de la misma manera. La juventud es un momento en la vida, que mientras sucede, nos da la impresión de que durará mucho más de lo que es en realidad.

Es un estado en el que creemos que tenemos pleno uso de todo nuestro potencial, físico y mental; sin embargo, a la vuelta de la esquina nos damos cuenta que faltaba un ingrediente necesario para la vida que solamente llegará con el paso del tiempo: la experiencia. En ese sentido, el estado ideal del ser humano puede ser cualquiera, no solamente la juventud, puesto que en cada etapa dejamos y adquirimos otras perspectivas de vida que nos van convirtiendo en una persona madura en todos los aspectos.

El mundo actual hace una oda a la juventud, por encima de otros momentos de la vida. Especialmente cuando se trata de las mujeres, la consigna parece ser: no envejezcas, tienes que verte siempre como si tuvieras 20 o 30 años.

Así, vemos a las personas en una carrera antienvejecimiento. Las redes sociales parecen ser el escenario idóneo para mostrar esa eterna juventud, en la forma de vestir, en el estilo de vida y hasta en la manera de expresarse.

Si eso hace genuinamente felices a algunas personas, entonces es muy respetable; pero si la búsqueda de la eterna juventud se convierte en obsesión, habría que pensar si realmente vale la pena experimentar la vida a través de los ojos de quien la juzga y no de la experiencia única de conjugarla en primera persona. Esa casi enajenación con ser y parecer joven llega al extremo de considerar obsoleto a todo aquél que no combine con los hábitos que se consideran propios de esa etapa.

Como si no existiera vida más allá de las redes sociales, de la moda y de las tendencias, como si tuviéramos el derecho a juzgar quién disfruta más a través de los propios parámetros, sin permitirnos saber cuál es el estilo de cada quien.

Aferrarse a la juventud puede parecer un juego absurdo, pero puede ser un poco más que eso si se convierte en una forma de discriminación; por ejemplo, hay lugares considerados solamente para gente joven, en los que las personas maduras no son bienvenidas. En el ámbito laboral, el asunto puede ser un poco más complejo, puesto que la discriminación por edad o edadismo, puede dejar por fuera todo el conocimiento y la experiencia valiosa que las personas mayores pueden brindar en equipos de trabajo intergeneracionales.

Quizás las personas maduras desconozcan el uso de herramientas tecnológicas, algo que es posible aprender, por otra parte, poseen un criterio forjado a fuego lento, con el correr del tiempo, la prueba y el error, no tan sencillo de transmitir.

Madurar, visto como la otra cara del envejecimiento, no debería ser motivo de temor, ni de discriminación, sino como un proceso natural en el que las personas cambian por dentro y por fuera, para darnos otra versión propia, quizás más o menos completa, tal vez sosegada, pero siempre valiosa.

Detener el tiempo no es posible, aparentar que el tiempo no pasa si lo es, pero ni siquiera eso es para siempre.

Aprender a estar conforme con la etapa que corresponde vivir, darnos el lugar que merecemos como personas respetables en cualquier espacio, es parte de madurar. Enseñar a las nuevas generaciones a respetar y valorar a quienes han vivido otras experiencias previas y tienen mucho que aportar es una responsabilidad de todos y todas. ¿Qué estamos transmitiendo a nuestros descendientes? Es el momento justo de hacer los cambios necesarios, después de todo, si hay algo que tenemos seguro, es que ni la juventud ni la vejez son para siempre.