26/04/2024
07:10 PM

Ética y democracia

Roger Martínez

El desarrollo de la vida democrática de cualquier grupo humano contrae necesariamente el conocimiento y la vivencia de la conducta ética. No se puede, por ejemplo, terminar de entender conceptos como libertad o tolerancia si no se profundiza en el compromiso que deben mantener los miembros de una sociedad democrática con el bien o con la verdad. La democracia surge, precisamente, porque la aspiración a aquella “vida buena” de la que hablaban los antiguos griegos, Aristóteles en particular, es una exigencia humana. Y no se puede construir una convivencia auténticamente democrática si no está basada en el respeto a unas normas que actúan como marco para hacerla posible.

Una supuesta democracia en la que la ética solo forme parte del discurso, pero luego no se concrete en conductas observables, tanto en las vidas de los dirigentes como en las de los dirigidos, no es más que una ilusión, si no es que un espectro, un fantasma, que puede terminar por provocar pesadillas.

Ordinariamente, cuando se propone o se habla de conducta ética, de moral privada y pública, todos parecen “apuntarse”. Pero, luego, cuando se observa detenidamente la conducta de muchos de esos que han pretendido afiliarse a la manera de proceder basada en ellas, no se encuentra coincidencia entre las declaraciones, las intenciones, y los hechos.

De ahí la importancia de pasar del mundo de las ideas, de los valores, al de las obras, al de las virtudes humanas, los hábitos éticos. Porque es fácil decir que la honradez o la justicia o el respeto o la responsabilidad son buenas y necesarias, pero otra cosa es ejercitar las conductas que corresponden a esas ideas. Dicho de otro modo, es muy fácil decir, del “diente al labio” que ser honrado es bueno, y, en los hechos, actuar ladinamente, o decir que se es respetuoso e ir por ahí atropellando a cuantos se nos ponen por delante.

La democracia, como sistema político, con derivaciones antropológicas, económicas y éticas, corre siempre el peligro de convertirse en un concepto vacío, o, peor aún, pervertirse hasta pasar a formar parte de eslóganes utilizados por regímenes absolutamente antidemocráticos. Tal ha sido el caso de las autoproclamadas “democracias populares”, que, sin ningún respeto a las reglas democráticas, se han apropiado del concepto para intentar inútilmente adecentar tiranías.

Una democracia que se precie de verdaderamente ser, no es viable sin en ella se desconoce la necesidad de unos valores comunes, del ejercicio de unas virtudes humanas, que permitan que las personas convivan en un clima de respeto y de libertad.