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En el justo medio

  • 28 febrero 2023 /

Como en tantas cosas de la vida, también en el ejercicio de los hábitos éticos, las clásicas virtudes humanas, los extremos son dañinos, perniciosos. Y se puede faltar a ellos por defecto o por exceso. De hecho, cuando hay defecto en el ejercicio de una virtud, estamos más bien practicando un vicio, e igual sucede cuando nos excedemos en ella.

Para el caso, la virtud de la discreción nos obliga a saber guardar secretos o información reservada a una persona o a un grupo cerrado. Sin embargo, esta dejaría de ser virtud si no comunico esta información a quien debo, en el momento y las circunstancias adecuadas, y caigo en una especie de secretismo inútil. En el otro extremo, caería en el vicio de la indiscreción, si no fuera capaz de guardar silencio ante la curiosidad de alguien, o me complaciera en compartir secretos ajenos o información que debe reservarse para el bien de un amigo, una colectividad o una empresa. Vivir la discreción en su justo medio me convierte en una persona confiable, a quien se le pueden compartir asuntos delicados, a quien se puede pedir consejo o dejar entrar en la propia intimidad, sin miedo a que lo que se le dice correrá luego de boca en boca y se volverá público.

En el caso del hábito ético de la sobriedad, se puede faltar a él por defecto, cuando nos falta moderación, cuando nos embriagamos, cuando comemos de más, o, en general, abusamos del cuerpo. De la misma manera, se cae en un vicio cuando no se consume el alimento suficiente, el que el cuerpo necesita para funcionar, o no se gasta lo indispensable en lo necesario, en medicamentos, por ejemplo, o en la compra de la ropa adecuada para el ejercicio profesional o el clima en el que se vive. Gastar lo que no se tiene es falta de sobriedad, pero también lo es la tacañería o la avaricia a los Scrooge, el famoso personaje del “Cuento de Navidad” de Dickens.

Faltar a una virtud, a un hábito ético, por defecto o por exceso, vuelve difícil la convivencia humana. Una persona sumamente desordenada puede convertirse en un dolor de cabeza para los demás, pero igual puede resultar detestable la maniática, la que se la pasa limpiando y ordenando, la que no descansa hasta no ver su lugar de residencia o de trabajo convertida en una suerte de quirófano inmaculado, interesante para admirar, pero no para estar en él.

Es un asunto de práctica cotidiana, de reflexionar sobre nuestra conducta y de tomar decisiones para hacer más amable la vida a los demás.