26/04/2024
12:56 AM

Despedida a un extraordinario embajador

Juan Ramón Martínez

Los embajadores, son como los marinos. Vienen, trabajan, y se van. Algunos son recordados por sus actos singulares, habilidades, o por actitudes incorrectas. En la viña del señor, hay de todo. Tegucigalpa no es un destino de primera clase. Algunos embajadores usan su estadía para mejorar sus posiciones en el escalafón diplomático. Pero otros, en coyunturas especiales, ejecutan acciones en favor de los intereses de los países que representan, obteniendo los mejores resultados. No solo con los burócratas, sino que con periodistas e intelectuales.

No está demás, un breve listado de algunos embajadores o ministros, -como se les llamaba antes-, que al paso de los años se les recuerda, con afecto; o, rencor. Se cosecha lo que siembra. El más recordado y no agradablemente, es Chatfield, cónsul inglés, que dominó la vida política centroamericana, en los primeros años republicanos. Franklin Morales, de Estados Unidos, que indujo el ingreso de marines a Tegucigalpa. Después, el cónsul Zamora de México, que animó a que Rafael Heliodoro Valle estudiara en México. El más influyente en las formas como nos vemos los hondureños, es Luis Mariñas Otero, secretario de la embajada española y autor de la mejor monografía de Honduras. Rubio Melhado, salvadoreño, que publicó una Geografía de Honduras. Después, el mexicano Garizurieta que Villeda Morales declaró “non grato”. Y desde los ochenta para acá, los más destacados: Negroponte, Arcos. Y, más recientemente, Ford, Kilpatrick, Dolores Jiménez, Berigüete; y, Enrique Barriga.

Barriga hizo una diplomacia viva, de hábil continuidad y aproximación al gobierno, destacando su interés en el pueblo hondureño. Durante cinco años, fue el diplomático más activo que hemos visto. Desde el principio, mantuvo una frenética actividad y una capacidad de trabajo que pocos pueden disputarle. De baja estatura, delgado y frágil, es una figura metálica y de singular capacidad afectiva. Es posiblemente, uno de los embajadores que más viajó por el país, promoviendo a Chile y a sus productos. En las actividades culturales, se acercó a la AHL y se dio el lujo de llevar al embajador español a sus oficinas. Para que las conociera. Imagínense.

Dos cosas adicionales: además de esa energía singular contradictoria con su físico, Barriga celebró las virtudes de Honduras y de los hondureños, dándole continuidad a la larga tradición de las relaciones honduro-chilenas, emparentando los recuerdos de la asesoría militar del coronel Oyarzun -que está enterrado en Tegucigalpa- con las misiones educacionales que ayudaron a la modernización del sistema educativo nacional. Y el crecimiento del intercambio comercial. Por ello, su labor es la más destacada que hemos conocido.

Hizo amistades entre los intelectuales. No discriminó entre “amigos” del gobierno y opositores, cuidando siempre, guardar el mayor de los respetos por nuestras discrepancias internas. Buscó siempre lo mejor. Durante el Bicentenario de la Independencia, fue el embajador que ofreció más apoyo. De ello queda la obra más singular: la edición por Chile, de una obra literaria singular que hermana a los poetas centroamericanos y puso a trabajar juntos a los directores de las cinco Academias de la Lengua Española de Centroamérica. Y posiblemente lo más destacado, acercó, en rápidas exposiciones, la obra de Neruda y Mistral, como también exaltó la travesía de Magallanes y Elcano, más que los mismos españoles.

Igual que los embajadores de Taiwán, acercó a hondureños que, aunque sobresalientes, no tenían amistad entre sí. Con tacto y delicadeza, forjó un grupo de amigos, de distintos sectores que honró con su amistad y que los volvió entre sí, más cercanos. Somos parte de los que, echamos en cuenta su ausencia, en momentos en que más falta la solidaridad, la amistad y el afecto. Hasta siempre, embajador Barriga.

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