27/04/2024
03:41 PM

Bajo siete cerrojos

  • 08 agosto 2023 /

Escribía un autor que al corazón había que mantenerlo bajo siete cerrojos. Y no era esa una invitación a la indiferencia o la insensibilidad, pero sí a poner nuestro mundo afectivo, en particular nuestros sentimientos, en los sitios, en las ocasiones y en las proporciones en que deben estar.

Sucede que padecemos desde hace algún tiempo de una especie de pandemia de sentimentalismo. Al sentido del deber, por ejemplo, ha sucedido el estado de ánimo, el “mood”, que dicen los ingleses. Así, una acción se lleva a cabo solo si apetece y si no se rechaza o se pospone. La gente dedica tiempo a examinar como se siente, y la brújula de su comportamiento es el estado de ánimo. Las motivaciones han pasado de sólidas a líquidas, cuando no a gaseosas. Mucha gente joven abandona el puesto de trabajo o cambia frecuentemente de ocupación porque no se siente bien o porque alguien lo ha mirado mal o lo ha tratado con cierta indiferencia.

Y gobernados por los puros sentimientos no podemos vivir serenamente ni aspirar a la felicidad objetiva. Un padre de familia, por ejemplo, dejaría de corregir a su hijo cuando comete un error por no entristecerlo; un esposo pensaría que ama menos a su esposa los días en los que se encuentra cansado, tiene alguna dificultad mayor en el trabajo o, sencillamente, está enfermo.

Evidentemente, los sentimientos son buenos, son necesarios, nos mueven a entusiasmarnos por las cosas buenas y a rechazar las malas. La alegría que se obtiene cuando se posee un bien, cuando se alcanza una meta, por supuesto que es conveniente y necesaria. Pero hacer solo lo que nos genera alegría o satisfacción superficial, nos llevaría al incumplimiento de ciertas obligaciones y a evitar la consecución de objetivos cuyo alcance puede resultar arduo.

Muchas de las cosas buenas de la vida se logran con mucho esfuerzo, con sudor, con lágrimas, con sufrimiento. Si vivimos demasiado pendientes de cómo nos sentimos, acabaremos por refugiarnos en la mediocridad y no aspiraremos a la excelencia, a la cúspide de la cima, a lo óptimo.

El devenir de la vida nos lleva muchas veces a tener que nadar contracorriente. Porque no podemos vivir flotando siempre, solo por no contradecir a los demás, por no “herir sus sentimientos”, aunque traicionemos a la verdad. El sentimentalismo nos dificulta decir: no, no estoy de acuerdo, pienso que está usted equivocado, esa ruta no nos lleva a ningún sitio que valga la pena. De ahí que urge poner al corazón en su lugar, dejarlo que palpite cuando deba y a no dejarnos dirigir por él; porque para eso tenemos el cerebro.