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¡A llorar a La Dalia!

  • 22 marzo 2022 /

No sé si exista todavía, pero, hasta hace no muchos años, había en la calle La Fuente de Tegucigalpa, media cuadra al norte de Rivera y Compañía, una famosa funeraria que dio origen a la frase que encabeza esta columna, y que se acostumbraba, y aún se acostumbra, dirigir a las personas que se quejan de todo y se lamentan de asuntos realmente sin importancia.

Y es que, aunque hay situaciones en las que la queja es válida, y sirve, por lo menos, como desahogo, hay otras en las que más bien resulta molesta, porque sirve para poco y lo que hace es contaminar el ambiente, teñirlo de pesimismo o de amargura. La vida es un continuo de alegrías y pesares. No es una especie de feria en la que solo hay risas y emociones positivas. De hecho, hasta los parques de diversiones tienen entrada y salida, con lo cual, el entretenimiento, el juego, cuenta con unas fronteras, con unos límites bien demarcados que señalan su fin. Tratar de excluir de manera definitiva el dolor, el sufrimiento, los problemas de la existencia humana es un cometido infructuoso. Al final, lo que verdaderamente cuenta son los aprendizajes que los gozos y los pesares nos van dejando y la madurez que con ellos vamos logrando. De ahí que practicar el vicio, el mal hábito, la manía, de quejarnos de todo y de todos sea una monumental tontería. Siempre habrá a nuestro alrededor gente más o menos simpática, más o menos insoportable, más o menos dulce, más o menos amarga. Y habrá que convivir con ella. Siempre habrá gente más o menos puntual, más o menos indulgente, más o menos arrogante o intolerante con el error, y no habrá más remedio que trabajar o alternar socialmente con ella. La gente perfecta habita otro planeta, un planeta por demás imaginario o fuera de nuestra galaxia, por eso esas personas que se quejan constantemente del clima, del tráfico, del polvo, del humo, de los políticos, de los baches en las calles, de la ineficiencia de entidades públicas o privadas, etc., etc., etc., acaban por resultar incómodas y se huye de ellas como de los contagios. Para tener la posibilidad real de aspirar a la felicidad es necesario aprender a encarar a las personas y los hechos con espíritu deportivo, incluso con cierto estoicismo. La queja no es una especie de varita mágica que vaya a trasformar la realidad de forma inmediata. En la vida, muchas veces, hay que verlas venir y dejarlas pasar; sonreír cuando queremos murmurar; reír cuando queremos golpear. O nos volveremos intratables, ogros auténticos. Y Dios nos libre de gente así. Así que, los que se quejan de todo: a llorar a La Dalia, que ahí están habituados a las lamentaciones y a las lágrimas.