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Camino de los corazones valientes

  • 01 agosto 2015 /

Recientemente he tenido la oportunidad de preguntar, en varias ocasiones, a grupos de estudiantes universitarios en su último año de preparación cuáles son sus aspiraciones. Preguntas concretas. En 10 años, cómo se ven, qué tipo de trabajo, casa, auto, en qué lugar del mundo les gustaría vivir.

Las respuestas han sido decepcionantes. Y es sumamente preocupante, ya que son comunes a la mayoría de ellos.

No sé dónde han quedado las aspiraciones. ¿Por qué se conforman con poco?

¿Serán el resultado de un sistema educativo o el normativo de sus hogares? ¿Será que hemos acostumbrado a nuestros hijos a no esforzarse porque tratamos de suplirles o resolverles todo?

¿Serán el resultado de la tecnología, que les ofrece un mundo virtual al alcance de sus dedos y los envuelve tanto que viven fantasías de cualquier tipo en el momento que deseen, y viven tan satisfechos de esta seudo realidad que no tiene el hambre o el deseo de buscar la vida real? Esa que se logra viviendo, experimentando, esforzándose. De trazarse metas y luchar por conseguirlas.

No entiendo cómo jóvenes de veintidós, veinticuatro años, con las oportunidades que les ofrece el vivir en una familia que les puede dar una educación universitaria, aspiren a vivir a medias. A apuntar tan bajo.

Tengo claro que el sistema educativo nacional tanto público como privado no ha fomentado en los jóvenes la necesidad de ser mejores. Les han inculcado el concepto del mínimo esfuerzo. Cuantas veces no oímos historias de centros privados de enseñanza donde han despedido maestros exigentes porque los padres de los estudiantes se han quejado de ellos porque sus hijos no logran pasar sus asignaturas? O de los centros públicos donde por décadas los maestros han utilizado a los estudiantes para mantener su stato quo, viviendo en huelgas todo el año, para al final pasar los estudiantes a base de trabajos de investigación u otro tipo de actividades que no tienen nada que ver con la disciplina del estudio y del concepto del esfuerzo recompensado.

Hemos llegado a oír incluso en universidades donde se les hace investigaciones a los maestros que son más rígidos porque aplazan muchos estudiantes.

No entiendo.

Las cosas eran mejor antes. No sé dónde hemos perdido el concepto. Dónde fallamos para estar generando este tipo de seres humanos que aspiran vivir al día, resolviendo la necesidad diaria pero sin esforzarse mucho.

Probablemente en el fragor de la lucha diaria para nosotros los padres es más fácil darle a nuestros hijos comodidades que los mantengan ocupados que tener el tiempo diario de sentarnos con ellos y plantearles una filosofía de vida. O darles a través de nuestro ejemplo esa filosofía que no tiene que ser aceptada en su totalidad por ellos pero que el hecho de verla de cerca, día a día, como que les marca un poco el camino.

¿Será que nosotros también somos complacientes con nosotros mismos y nos conformamos con poco y ese es el ejemplo que ellos ven?

Lo cierto es que no es justo que los jóvenes, los del ímpetu, los de la audacia, los llamados a revolucionar, estén viviendo en una letargia que parece ser epidémica.

Qué lejos de ser los del cambio, que se conformen con subsistir y esperar que la vida llegue a sus puertas a darles lo que por derecho propio no se han merecido.

Ese no es el camino de los corazones valientes. De los que se levantan de su cenizas, pelean y muerden por alcanzar lo que se proponen.

Ese no es el camino de los corazones inquebrantables llamados a mejorar nuestras sociedades y nuestro mundo.

Debemos nosotros como adultos volver a retomar el trabajo y enseñar a nuestros hijos que las aspiraciones personales, aquellas bien llevadas y basadas en el buen vivir y en el bien estar son las que llenan de satisfacción y le dan al ser humano la percepción de llevar una vida con propósito y lo comprometen a intentar ser mejores.

Debemos enseñarles que deben apuntar alto.

Los jóvenes no pueden vivir a medias. No deben dejar de soñar. No deben.

Si permitimos esto perderemos la magia, la oportunidad de ver corazones valientes. De esos que han impulsado la humanidad.