Luego, creyendo, equivocadamente, que así vamos a poder recuperar algo de tiempo para nosotros, algo de paz, nos entra el deseo de que crezcan rápido, de que ganen en autonomía, que vayan a la escuela, que se hagan adultos.
Queremos dejar atrás las noches en vela esperando que ceda la fiebre, las salidas a toda prisa hacia el hospital, cuando les sucede algo mayor; queremos dejar de lavar biberones o licuar vegetales, o leer detenidamente en las etiquetas si aquello que han pedido comer tiene algo que les detone las alergias.
Y digo que equivocadamente porque una vez que nace un hijo se han terminado, definitiva y permanentemente, los tiempos y espacios propios, el sueño profundo, la paz que produce la ausencia de preocupaciones. Una vez que nace un hijo, ya sea el primero, el tercero o el séptimo, los padres permanecemos con el corazón en carne viva, hasta que este deja de palpitar. Todo lo que a él le afecta nos afecta a nosotros; todo lo que le preocupa, nos preocupa; sus lágrimas también son nuestras, y sus dolores, por supuesto. Aunque se vayan al otro lado del mundo, nos acostumbramos a vivir en distintos husos horarios para adivinar si están despiertos o dormidos, si ya se habrán levantado o si aún duermen.
Es que, desde que salen del vientre de sus madres, se instalan en nuestra mente y en nuestro corazón y se ubican ahí permanentemente, definitivamente, y no hay manera de sacudirnos y olvidar sus rostros, su timbre de voz, su manera de sonreír, sus comidas favoritas, sus juegos predilectos.
Los hijos, más que habitar nuestras casas por algunos años, habitan nuestros afectos, nuestra memoria, nuestro corazón, nuestra mente. Son una especie de sufrimiento dulce que nos va proveyendo, a lo largo de la vida, de una cadena ininterrumpida de dolores y de gozos. Desde que nacen, la felicidad deja de ser una aspiración personal y adquiere una dimensión de alteridad que nos lleva a renunciar a lo que haga falta con tal de facilitarles el acceso a ella.