Los cristianos católicos hondureños tenemos el deber de corresponder con alegría, coherencia y espíritu misionero a la libertad religiosa y el libre acceso a la Palabra de Dios que poseemos como derecho en nuestro país. Esto nos brinda la oportunidad de vivir, compartir y anunciar la fe con apertura, naturalidad, sin miedo, temor o censura. Muchos son los lugares del mundo en donde Dios llora al ver a su Iglesia sufrir o morir por el simple hecho de ser cristiano y leer una Biblia. Ciertamente, los católicos no somos el pueblo de un libro de letra muerta, memorizada y repetida hasta la saciedad para dominar o manipular una conciencia, por el contrario, somos la nación santa, el pueblo consagrado, el lote de la heredad de Dios, forjado por la palabra hecha vida, por el verbo de Dios hecho hombre, que dio su vida por nosotros para donarnos una vida nueva en abundancia.
Según el papa Francisco en su encíclica “La alegría del Evangelio”, “nadie puede exigirnos que releguemos la religión a la intimidad secreta de las personas, sin influencia alguna en la vida social y nacional, sin preocuparnos por la salud de las instituciones de la sociedad civil, sin opinar sobre los acontecimientos que afectan a los ciudadanos… Una auténtica fe -que nunca es cómoda e individualista- siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo, de transmitir valores, de dejar algo mejor detrás de nuestro paso por la tierra”. Ya lo dice el salmista “Antorcha es tu palabra, Luz para mi sendero” (EG119,105).
San Juan Pablo II comentó en una de sus audiencias, “El orante se derrama en alabanza de la Ley de Dios, que toma como lámpara para sus pasos en el camino a menudo oscuro de la vida”, y es que quizás ninguna imagen ilustra mejor la función de la Sagrada Escritura en la vida cristiana como el faro, la luz y la lámpara. Que este mes dedicado a la Biblia nos ayude a promover su lectura, profundizar su estudio y que toda ella ilumine la oración personal y comunitaria para que así dinamice nuestro pensar, decidir, obrar y vivir, ya que como decía San Jerónimo, “la ignorancia en las Escrituras es ignorancia de Cristo”.